Por Óscar E. Gastélum:

“Anti-intellectualism has been a constant thread winding its way through our political and cultural life, nurtured by the false notion that democracy means that ‘my ignorance is just as good as your knowledge.’”

― Isaac Asimov

La semana pasada El Universal publicó una columna ingeniosamente titulada: “La Pejefobia”. En ella, un señor que se presenta a sí mismo como “analista político”, pero que supongo también es psicoanalista, acusa a los críticos y detractores de Andrés Manuel López Obrador (es decir, a más o menos dos tercios de la población del país, si confiamos en las encuestas) de padecer un mal que el propio autor decidió bautizar como “Pejefobia”, y que se manifiesta a través de un miedo irracional a Andrés Manuel López Obrador, candidato presidencial y líder absoluto del partido “Morena”. Dicho mal, nos explica el autor con la seguridad absoluta de quien está acostumbrado a lanzar acusaciones delirantes sin pruebas, no es más que una manifestación de clasismo y RACISMO que no se atreve a decir su nombre, nada más y nada menos. Poco importa que quien critique a dicho candidato esgrima argumentos de peso al hacerlo pues “en el fondo”, nos informa el perspicaz psíquico amateur, lo que realmente los motiva es su odio prejuicioso en contra de un hombre “humilde”, que se come las eses, no habla idiomas y no tiene posgrados en el extranjero. Por favor enjugue sus lágrimas, querido lector, y continuemos.

Sobra decir que nos encontramos frente a un chantaje burdo y baratísimo, un acto de brujería estalinista que busca descalificar a los críticos de un político con muchísimos defectos, atribuyéndoles motivaciones pérfidas e inconfesables. En “Los orígenes del totalitarismo”, la gran filósofa judía Hannah Arendt habló largo y tendido sobre ese viejo truco estalinista que consistía en descalificar a los disidentes y detractores del sanguinario régimen soviético, atribuyéndoles motivaciones siniestras para desviar la atención de sus denuncias y críticas. Si alguien levantaba la voz para denunciar la hambruna intencional que exterminó a cuatro millones de campesinos, o exponía la existencia del vasto universo concentracionario siberiano donde languidecían millones de disidentes y personas inocentes, los propagandistas y voceros del régimen reviraban que el crítico en cuestión era un traidor aburguesado comprado con oro yanqui o un agente de la CIA motivado por un odio implacable en contra del proletariado. En ambos casos, según los propagandistas soviéticos y los apologistas del totalitarismo, la verdadera intención detrás de la crítica era destruir el paraíso socialista. Dicha estrategia retórica sobrevivió la muerte de Stalin y el colapso de la Unión Soviética y se ha convertido en un vicio retórico ubicuo que entorpece y contamina el debate público.

Y es que es muy obvio que los psíquicos no existen y que nadie tiene el superpoder de leer mentes ajenas y por lo tanto es imposible conocer las verdaderas intenciones de nuestros interlocutores. De hecho, la neurología y otras disciplinas científicas han demostrado más allá de toda duda que ni siquiera nosotros mismos estamos plenamente conscientes de lo que realmente nos motiva a actuar de cierta manera o a creer en ciertas ideas, y que solemos racionalizar a posteriori actos y opiniones arbitrarios o viscerales. Es por eso que en un debate racional, honesto y civilizado todas las partes deben darle el beneficio de la duda a sus rivales, asumir que actúan de buena fe y concentrarse en desmontar los argumentos que ofrecen, con mejores argumentos y datos que los sustenten. Si hasta los críticos más sofisticados de López Obrador hablan desde las tripas, como afirma el autor de la columna, debería de ser muy fácil derrotarlos con razones en lugar de buscar las motivaciones más infames (¡es un racista y clasista que odia al “pueblo”!) y atribuírselas sin pruebas. El problema, obviamente, es que López Obrador no es un santo impoluto, sino un demagogo desbordante de defectos e incoherencias al que cada vez es más difícil defender racionalmente.

Pero hay otro detalle del texto que me pareció preocupante y que me gustaría abordar. Junto a la acusación de racismo y clasismo, dos prejuicios deleznables, aparece también la palabra “elitismo”. Y más adelante el autor insinúa que si un ciudadano prefiere a un candidato preparado (que hable idiomas y haya estudiado en el extranjero, por ejemplo) lo hace porque forma parte de una casta privilegiada o porque es un detestable advenedizo que se identifica con los de arriba y desprecia a “los de abajo”, a los “jodidos” y a los “rotos”. Para empezar habría que exhibir lo ridículamente incongruente que resulta que un intelectual ultraprivilegiado promueva el antiintelectualismo desde su atalaya en un diario de circulación nacional, así como la insultante condescendencia que se necesita para defender la ignorancia y la mediocridad creyendo que se está defendiendo al “pueblo”. Pero aunque el gesto me repugna, no me sorprende en lo más mínimo, pues vivimos en una era de resentimiento desbordado, en la que la grandeza y la excelencia producen desconfianza y animadversión, y el antiintelectualismo es epidémico. “La gente ya está harta de los expertos” declaró cínicamente Michael Gove, uno de los demagogos impulsores de Brexit. “Amo a la gente con poca educación”, confesó el energúmeno naranja Donald Trump frente a miles de sus deplorables seguidores que votaron por él precisamente por ser un idiota ignorante como ellos.

López Obrador y varios de sus voceros han atizado una y otra vez con esa pasión tóxica, hablando despectivamente de señoritingos y pirrurris a los que no les da el sol pues prefieren quedarse a leer en lugar de darse baños de pueblo diarios como hace el demagogo. De hecho, hace tiempo que López Obrador decidió lucrar con el resentimiento, la superstición y los prejuicios de las masas, enarbolando un discurso primitivo y una agenda reaccionaria, calculando que con esa estrategia oportunista obtendría muchísimos más votos (en México hay más “pueblo” que ciudadanía), y no le importó en lo más mínimo sacrificar los derechos reproductivos de las mujeres y los de las minorías sexuales, o alienar a potenciales simpatizantes más sofisticados ignorando sus preocupaciones y demandas. Así pues, a nadie debería sorprenderle que López Obrador haya perdido a buena parte de la clase media ilustrada y liberal que lo apoyó en el pasado (yo voté dos veces por él), pues el demagogo no ha mostrado más que desdén y desprecio por sus valores y sus causas.

Pero volviendo al tema del “elitismo”, aunque no puedo hablar en nombre de las decenas de millones de mexicanos que no van a votar por López Obrador, yo sí puedo confesar abiertamente y sin rubor que no votaré por él en parte porque seré muy “elitista” a la hora de elegir a la persona que gobernará a este complejísimo país, habitado por ciento veinte millones de almas, hundido en la violencia y la desigualdad, y que además tendrá que conducirlo a través de una crisis civilizatoria global. Pero obviamente no me refiero a un elitismo racial o de clase, sino de la mente y el espíritu. Quisiera poner a la gente más brillante, culta y preparada al frente de una responsabilidad de esa magnitud. Y es que basta con ver el terrible daño que le hizo al país un personaje ignorante y mediocre como Peña Nieto, un auténtico enano (intelectual, política e históricamente hablando); o la manera frívola e irresponsable en la que un payaso zafio como Vicente Fox traicionó y despilfarró nuestra fallida transición democrática, para entender por qué es tan importante elegir a una persona preparada, democráticamente comprometida, honorable y con visión de futuro.

Desgraciadamente el panorama electoral mexicano no nos ofrece ninguna alternativa a la altura de ese reto. Pero quizá (todavía no estoy plenamente convencido) haya una opción ligeramente superior a la que representa el PRI, ese cártel criminal tan atareado en convertirnos en una autocracia bananera, o López Obrador, ese demagogo necio y ultraconservador, que por un lado ofrece ideas arcaicas y obsoletas y por el otro ocurrencias delirantes y francamente peligrosas, que jamás ha demostrado la más mínima curiosidad o interés por el ancho mundo que se extiende más allá de nuestras fronteras (una cualidad que considero indispensable en esta era de desafíos globales), que navega con bandera de santo incorruptible pero forja alianzas nefandas con organizaciones y personajes impresentables, que jamás habla de la importancia de las instituciones y jura que su triunfo providencial acabará mágicamente con la violencia y la corrupción (los dos flagelos que tienen al país estancado). No, no pienso premiar con mi voto al caudillo con ínfulas de santón medieval que aniquiló a la izquierda mexicana transformándola en un culto a su personalidad y un negocio familiar, y que ha demostrado su nulo compromiso democrático a través del despotismo nepótico que ejerce al interior de su partido. No, no es “pejefobia”, se llama congruencia. Un valor que demasiados intelectuales “pejefílicos” parecen haber olvidado…