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La pálida luz de Ishiguro – Juristas UNAM

La pálida luz de Ishiguro

Por Oscar E. Gastélum:

“And I saw a little girl, her eyes tightly closed, holding to her breast the old kind of world, one that she knew in her heart could not remain, and she was holding it and pleading, never to let her go”

“There is certainly a satisfaction and dignity to be gained in coming to terms with the mistakes one has made in the course of one’s life”

― Kazuo Ishiguro

El jueves pasado, la Academia sueca volvió a hacerme muy feliz al elegir al novelista británico Kazuo Ishiguro como ganador del Premio Nobel de Literatura 2017. Lo primero que recordé al leer la noticia fue que Ishiguro se transformó en escritor casi por accidente y tras fracasar rotundamente como músico. Sí, la Academia, seguramente sin proponérselo, premió a un trovador frustrado un año después de galardonar a Bob Dylan, un músico que produce poesía de alto octanaje casi sin querer (y de quien Ishiguro es un admirador confeso), en una decisión que provocó la ira de algunos puristas sinceros, aunque equivocados, y de muchos poseurs analfabetas que seguramente celebrarán que los suecos hayan recobrado la cordura premiando a un novelista, aunque no hayan leído ni una línea del flamante Nobel británico. De cualquier forma, es deliciosamente irónico que la música y los músicos atormentados abunden en la obra del primer premio Nobel post Dylan. Pienso sobre todo en el pianista de “The Unconsoled”, esa compleja y, para algunos, inaccesible obra maestra, y en los protagonistas de los cinco cuentos que componen “Nocturnes”, su colección de breves viñetas crepusculares.

Pero dejemos de lado las polémicas bizantinas del año pasado, pues el triunfo de Ishiguro me llenó de alegría por razones muchísimo más importantes. Para empezar, celebro que se vuelva a reconocer la importancia de mi adorada literatura inglesa, la única de entre mis literaturas favoritas (pienso en la rusa, la francesa y hasta la latinoamericana) que no vive de un par de luminarias actuales apoyadas en un pasado glorioso (cercano o distante), pues su vigor se ha mantenido constante desde hace varios siglos. Y los responsables actuales de esa asombrosa vitalidad son Ishiguro y sus compañeros de generación, los autores británicos nacidos a mediados del siglo XX y a los que la revista Granta bautizó como el “Dream Team” británico. Aquí debo confesar que es inevitable que quienes hemos sido lectores fieles y voraces de Martin Amis, Julian Barnes, Ian McEwan, Salman Rushdie, Hanif Kureishi, William Boyd, Hilary Mantel, Timothy Mo y Howard Jacobson (el más viejo de todos y el último en empezar a publicar), sintamos que, a través de Ishiguro, la Academia le rindió un merecidísimo homenaje a esa irrepetible camada literaria.

Pero más allá de la generación a la que pertenece, la sólida obra de Ishiguro es perfectamente capaz de sostenerse por sí misma. Para empezar, es una obra que, a través de la diluida pero innegable sensibilidad japonesa de su autor, vino a enriquecer ese mosaico multicultural y cosmopolita en el que se ha transformado la literatura inglesa, nutrida desde hace décadas por las deslumbrantes creaciones de los autores del subcontinente indio (Naipul, Rushdie, Seth, Roy, etc.). Pero no nos confundamos, Ishiguro llegó a Inglaterra desde su natal Nagasaki siendo apenas un niño de seis años y se educó en escuelas británicas desde la más tierna infancia y terminó graduándose de la legendaria Universidad de East Anglia (en la que también estudió Ian McEwan y donde el gran G. W. Sebald dio clases de escritura creativa antes de su muerte prematura). En pocas palabras, Ishiguro es un autor británico hasta el tuétano y a través de sus novelas nos ha revelado los paralelismos culturales que existen entre las dos entrañables islas que han marcado su existencia. En estos días han aparecido por ahí algunos tarados escupiendo bilis contra Ishiguro por haberse “sometido” a la cultura británica, un reclamo sumamente imbécil pues Reino Unido es su hogar, el país en el que se formó y cuya lengua domina a la perfección. Para ponerlo en términos que un mexicano promedio pueda comprender, Ishiguro es un “dreamer” japonés avecindado en Reino Unido. Un inmigrante modelo, 100% asimilado y que le ha hecho aportaciones invaluables al país que lo adoptó.

En cuanto al puente que ha tendido entre esas distantes y milagrosas islas, quizá “Pale View on Hills” y su obra maestra “The Remains of the Day” sean las dos novelas que funden a la perfección la sensibilidad japonesa con la británica. La segunda es uno de esos libros a los que regreso constantemente y que, al haber ayudado a alumbrar algunos de los rincones más inaccesibles de mi alma, siempre ocuparán un lugar privilegiado en mi corazón de lector (por cierto, la magistral adaptación cinematográfica, a cargo de la dupla Ivory – Merchant y protagonizada por Sir Anthony Hopkins, es una joya a la altura del material original). Y es que la historia de Mr. Stevens (resulta sorprendente y muy revelador descubrir que las desternillantes novelas de P. G. Wodehouse le sirvieron de inspiración a Ishiguro para crear a su mejor personaje), ese mayordomo que, cual fiel samurái, es capaz de llevar el sentido del honor y del deber hasta la abnegación absoluta, desborda todas las virtudes de la prosa de su autor, empezando por esa hipnótica y elegante sutileza que funciona como un vehículo ideal para expresar nostalgia, melancolía y azoro ante el desmoronamiento de una era.

Además, la novela retrata a la perfección, y desde la campiña británica de la postguerra, el respeto por las formas, las tradiciones y las jerarquías que caracteriza a ambas islas, así como la crisis de identidad, aun hoy no del todo superada, en la que las hundió el nuevo orden mundial que emergió de la Segunda Guerra y que sepultó sus sueños imperiales. Es un lugar común hablar de la flema británica y de la frialdad japonesa, pero en realidad ambos pueblos son profundamente sensibles y tienden al romanticismo, como lo revela inmejorablemente su poesía y, en el caso británico, su música popular. Pero al mismo tiempo pertenecen a culturas de la dignidad, en las que el autocontrol es la forma más elevada de la cortesía. Un inglés o un japonés no expresa abiertamente sus emociones por la misma razón por la que no alivia sus necesidades fisiológicas en público: por respeto al prójimo. Pues como todo niño británico sabe desde que cobra conciencia: la ética empieza por los buenos modales. Pero “The Remains of the Day” es precisamente una minuciosa disección del concepto de “dignidad”, una exploración crítica de sus fronteras y la búsqueda de una vía para devolverle su sentido e importancia en un mundo democrático.

Obviamente, el devastador retrato de Mr. Stevens, un hombre que renunció al amor de su vida por mantenerse fiel a un sistema social rancio y agonizante, condenándose a rumiar su remordimiento en soledad por el resto de sus días, es una aguda crítica en contra de esa tendencia, tan humana, a sacrificar la felicidad en el altar de la cobardía, de alguna ideología moribunda o de nuestra naturaleza autodestructiva. Pero los protagonistas de “Never Let Me Go”, esa trágica historia que reinventa en clave de ciencia ficción distópica la tradicional novela de formación británica escenificada en un internado (y el libro más desolador  de Ishiguro), no pueden darse el lujo de arruinar sus propias existencias pues no son dueños de sí mismos y, por más que se aferren al amor, están irremediablemente condenados a perder prematuramente todo lo que aman. Es por eso que el triángulo amoroso entre los clones Kathy, Tommy y Ruth resulta tan amargo, pues es un espejo que nos confronta con nuestra propia libertad y con lo poco que solemos hacer para disfrutarla o defenderla. Nosotros también conocemos nuestro irremediable destino y llegado el momento seguramente sentiremos que no tuvimos tiempo suficiente para desarrollar nuestro potencial, pero al menos tenemos un puñado de décadas a nuestra disposición para tratar de ser felices.

Algunos cretinos oportunistas, cegados por el resentimiento político, han salido a tildar a Ishiguro de “sumiso” y “obediente”. Pero su Nobel no podría ser más merecido, pues es un reconocimiento para un autor íntegro y valiente, un artista ansioso por explorar nuevos senderos creativos y capaz de reinventarse con cada nueva obra, y cuya exquisita y contenida prosa nos recuerda en cada párrafo el inestimable valor de la sutileza. Un magnífico representante de una literatura vibrante, fértil en autores excepcionales y animada por cientos de millones de lectores curtidos y exigentes alrededor del mundo. Qué más se puede pedir.