La muerte del cisne

Por Adriana Med:

El secreto de la bailarina es hacer a la audiencia decir: “Sí creo”.

Maya Plisétskaya

Ha muerto un cisne. No cualquier cisne, el cisne. La prima ballerina assoluta. La belleza en persona. La mujer de las alas, el cuello elegante, las manos de marfil y la pasión infinita. Odette, Odile, Raymonda, Kitiri, Aurora, Carmen. La bailarina que me inspira a ponerme unas zapatillas que duelen. Maya Plisétskaya.

Nació en Moscú el 20 de noviembre de 1925 en el seno de una familia judía en su mayoría conformada por artistas. Entró a la danza a la corta edad de tres años. Fueron tiempos difíciles. Su padre fue ejecutado por orden de Stalin y su madre, junto con su hermano de tan solo de siete meses de edad, fueron deportados a un gulag, en donde permanecieron tres años. Estos y otros terrores de la guerra afectaron profundamente a la pequeña Maya, quien se refugió en el ballet.

El ascenso de la estrella fue rápido. Estudió con Elizabeta Gert y la también legendaria Agripina Vaganova. A los 11 años hizo su primera aparición en el Bolshói, pero no era tratada bien debido a su origen judío. Esto aunado al ya de por sí  duro mundo que es el ballet, puso a prueba a la joven bailarina, quien se mantuvo fuerte, valiente y fiel a sí misma. Hizo su debut profesional en 1944 y se convirtió en solista. La historia se siguió escribiendo con el tiempo y fue nombrada prima ballerina assoluta, un honor que solo han recibido doce bailarinas en total. A los 65 años de edad se retiró y se dedicó a ser coreógrafa y profesora. Recibió muchos reconocimientos y premios, entre ellos la Medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes y el Premio Príncipe de Asturias.

Maya Plisétskaya fue una de las más grandes bailarinas de la historia no solo porque fuera técnicamente excelente y tuviera un cuerpo perfecto para el ballet, sino porque sentía y transmitía, interpretaba. Te erizaba la piel. En los últimos años se han valorado tanto la flexibilidad y las extensiones, que hemos olvidado que la danza es mucho más que eso. Es un arte. La danza es la poesía del cuerpo.

A diferencia de artistas como los escritores, los pintores, los fotógrafos y los actores de cine, los bailarines no suelen ser conocidos masivamente y, salvo por algunos videos, su arte no puede ser reproducido como los discos, los libros y las películas. La mayoría de la gente sabe quién de fue Picasso y Charles Chaplin, pero no quién fue Anna Pavlova. Cuando vamos a una función de ballet en el teatro, recordamos quién compuso la música, en el libro de qué escritor está basada la obra, y cuál es la orquesta que tocó en vivo, pero no el nombre de los bailarines protagonistas, mucho menos el de los secundarios.

Es comprensible. No estoy de acuerdo en jerarquizar las artes, para mí todas son valiosas, pero sin duda la literatura y la música son artes con las que conectamos más. Son creaciones. Permanecen y trascienden mejor. Sin embargo, los bailarines también merecen un enorme reconocimiento. Lo sacrifican todo. Le dan su alma y su cuerpo a la danza, a esa música, esas historias y esas coreografías que no son creaciones suyas, pero corren por sus venas como electricidad. Cada uno tiene su propio estilo y una presencia particular. No hay un bailarín igual a otro. Y todos sufrieron y trabajaron arduamente desde una edad muy temprana para poder llegar a donde llegaron.

Los menos que podemos hacer por ellos, en especial por los más grandes, como Maya, es escribir sobre su paso en este mundo, hablar de los mucho que nos emocionaron e inspiraron. Aunque nunca la vi en vivo ni la conocí en persona, Maya Plisétskaya es un personaje importante de mi biblia personal. Ojalá que se siga hablando por mucho tiempo de ella y de la poesía que hizo, que fue. Y que se siga bailando, como a ella le habría gustado.

Hasta siempre, cisne.