La lágrima en la sopa

Por Adriana Med:

(Ilustración de Allison Soong)

— Mesero, hay una lágrima en mi sopa.
— Es suya.

Hoy quería escribir sobre uno de esos temas profundos en los que viven medusas inmortales y tiburones fantasma, pero por alguna razón solo puedo pensar en sopa. Me gusta la sopa. ¿A quién no? Bueno, a Mafalda. Y a mi hermano. Pero todo parece indicar que los seres humanos tenemos cierta inclinación por ella. Es la receta más antigua de la humanidad y cada país tiene una interesante variedad.  Algunas sopas emblemáticas: la de tortilla en México, el borsch en Rusia, la de miso en Japón, la minestrone en Italia, la de cebolla en Francia, la lohikeitto en Finlandia. Cada una tiene su propia historia y comerla se parece mucho a viajar. Te conecta con todas las personas que la han comido, sobre todo con las que la comen o comieron con regularidad. Cómo me gustaría probar todas las sopas del mundo.

Sé que hay sopas frías y secas, y me encantaría probarlas, pero para mí “las sopas más sopas” son calientes y caldosas. Respecto a esto último, la verdad es que me molesta que le llamen sopa al arroz. Un niño al que se le dice que la sopa está lista y baja a la cocina para encontrarse con un plato de arroz, es un niño que crecerá decepcionado. Este tipo de percances te dejan incluso en la adultez con una sed muy especial. Hablo de la sed de sopa, que también es hambre.

Relaciono a la sopa con mi madre. Ella no es muy efusiva a la hora de demostrar su cariño, pero eso no quiere decir que sea fría. Su calidez está en todo lo que cocina, sus abrazos consisten en preparar algo con afecto y dedicación. Cuando te ve triste te trae algo de comer a la cama o te pregunta qué te gustaría comer mañana. No sería exagerado decir que ha pasado una enorme parte de su vida cocinando para nosotros, para su familia. Todo le queda delicioso. No sé cómo lo hace, pero logra superar las recetas originales de conocidos y restaurantes. Cada vez que la veo me cuenta una receta. Enumera todos los ingredientes y me detalla paso por paso el procedimiento como si yo estuviera apuntando sus instrucciones para ponerlas en práctica. No sé por qué lo hace, supongo que simplemente lo disfruta. Como cuando alguien te cuenta que leyó un libro fascinante o vio una película que le gustó mucho.

Ella siempre tuvo para mí un plato de sopa caliente. Se sentía bien llegar a casa después de la escuela (a la que odiaba) y ser recibida por su olor, anticipar su sabor. Amo la sopa porque es rica, porque es divertida, porque sazona las lágrimas, porque me recuerda a mi madre. Me hace sentir que todo va a estar bien. Es muy agradable sentir su vapor en el rostro y su caldo bajando por la garganta. Juguetear con la pasta, las verduras o los trozos de carne. Sorber el plato cuando nadie me está viendo. Y al final usar la cuchara como espejo. Porque ese es el único reflejo que importa.

Muchos fans de Andy Warhol en vez de flores llevan latas de sopa Cambell a su tumba, y unos arqueólogos encontraron una sopera de 2400 años de antigüedad en un sepulcro chino. Eso me hace pensar que los muertos también necesitan comer sopa, en especial cuando hace frío o tuvieron un mal día.

Hace tiempo vi en un programa de televisión que los dueños de algunos pequeños restaurantes de migrantes en Estados Unidos le preparan sopa a los desamparados. Van a alguna calle con una olla de potaje y le dan, no un techo, pero sí la sensación de tener una madre y un hogar, a un grupo de pordioseros. Al menos por un rato. Y me parece un hermoso gesto. Lo que dijo Bukowski sobre el baño también aplica para los fideos: no hay nada como una sopa caliente en un mundo frío.