Por Oscar E. Gastélum:
“La belleza es en sí misma peligrosa, conflictiva, para toda dictadura, porque implica un ámbito que va más allá de los límites en que esa dictadura somete a los seres humanos; es un territorio que se escapa al control de la policía política y donde, por tanto, no pueden reinar. Por eso a los dictadores les irrita y quieren de cualquier modo destruirla. La belleza bajo un sistema dictatorial es siempre disidente, porque toda dictadura es de por sí antiestética, grotesca.”
“Recuerdo un discurso de Fidel Castro en el cual se tomaba la potestad de informar cómo debían vestir los varones. De la misma forma, criticaba a los jovencitos que tenían melena y que iban por las calles tocando la guitarra. Toda dictadura es casta y antivital; toda manifestación de vida es en sí un enemigo del cualquier régimen dogmático. Era lógico que Fidel Castro nos persiguiera, no nos dejara fornicar y tratara de eliminar cualquier ostentación pública de vida.”
Reinaldo Arenas
“La felicidad general de un pueblo descansa en la independencia individual de sus habitantes.”
José Martí
Tras la histórica visita que realizó Barack Obama a Cuba hace unas semanas, fue inevitable recordar la relación malsana que, todavía a estas alturas del siglo XXI, mantiene la izquierda mexicana, y la latinoamericana en general, con la decrépita dictadura castrista. Entiendo, por ejemplo, que quienes vivieron personalmente la revolución durante los años sesenta del siglo pasado se aferren a sus sueños juveniles y a esa ilusión traicionada hace tantas décadas. Pero entenderlo no es justificarlo, pues obstinarse en mantener una fantasía delirante y sentimentaloide, en contra de toda la evidencia disponible y a costa del bienestar de un pueblo que lleva décadas esclavizado, me parece un desplante de pereza y cobardía intelectual repelente.
Pero lo que es mucho más difícil de comprender es el encanto que esa utopía fallida sigue ejerciendo sobre gente ridículamente joven, individuos que nacieron cuando Castro ya llevaba casi cuatro décadas en el poder y era obvio que el paraíso revolucionario se había transformado en una dictadura militar, con una economía en ruinas y un servicio de espionaje interno omnisciente y ubicuo. Un auténtico estado policial orwelliano donde el vecino o el pariente más cercano puede ser un soplón al servicio de la policía política. Una cárcel inmensa de la que millones de reclusos han escapado lazándose al mar en llantas o balsas endebles, prefiriendo enfrentar tormentas y tiburones antes que seguir siendo parte de esa pantomima grotesca.
Sin embargo, entiendo que haya muchos jóvenes que fueron amamantados desde pequeños con el mito de la Revolución Cubana y por eso son fervientes castristas a los que les emociona hasta la médula la supuesta dignidad de esa pequeña isla que, liderada por un caudillo brillante, generoso y barbón, se atrevió a enfrentar con éxito al maligno imperio norteamericano, creando una sociedad casi perfecta. La falsedad de semejante cuento es muy obvia y ha estado a la vista de todo aquel que ha decidido renunciar al autoengaño y afrontar la dura realidad desde hace décadas. Pero muchos han preferido meter la cabeza en la tierra y dejarse anestesiar por la propaganda, pues esa versión tropical de David y Goliat tiene la virtud de apelar a nuestros más bajos y más altos instintos, a nuestros resentimientos y aspiraciones.
En mi caso personal, cualquier vestigio de duda sobre la perversidad de la dictadura castrista desapareció para siempre cuando, ya bien entrada la adolescencia, me topé con un bellísimo ensayo firmado por Carlos Monsiváis, el gran intelectual público de la última década del siglo XX mexicano, e intachable líder moral e intelectual de la izquierda nacional. En él, Monsiváis me reveló la existencia de la maravillosa obra del gran novelista y poeta cubano Reinaldo Arenas y me confirmó la verdadera naturaleza, autoritaria y represiva, del castrismo. Desde luego que para un creyente no es fácil enfrentar la dolorosa realidad, pero sólo los cobardes y los deshonestos prefieren ignorar hechos irrefutables tildándolos de propaganda imperialista o, peor aun, tejer justificaciones espurias que los ayuden a persistir en su error con buena conciencia.
Las palabras de Monsiváis y Arenas, cuya obra busqué inmediatamente y devoré conmovido y horrorizado, me revelaron la encarnizada persecución que sufrieron los homosexuales de la isla a manos del régimen (Jean Paul Sartre llegó a decir, en los últimos años de su vida, que Castro había decidido perseguir a los homosexuales porque en Cuba no había judíos), y la existencia de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), auténticos campos de concentración y trabajos forzados en donde se recluía y explotaba no sólo a los homosexuales sino a cualquier joven rebelde e inconformista. Traer el pelo largo o un disco de los Beatles bajo el brazo era un “crimen” lo suficientemente grave como para ser declarado un “contrarrevolucionario”.
Como todo buen tirano, Castro temía y aborrecía a los artistas auténticos y a los intelectuales independientes e insobornables, y por ello desató una implacable persecución en su contra, llevando al exilio a hombres de mentes privilegiadas y lúcidas como Guillermo Cabrera Infante, Virgilio Piñera, Severo Sarduy y al propio Reinaldo Arenas, que además pasó varios años en las mazmorras castristas por “antisocial” y “traidor a su sexo”. El inmortal José Lezama Lima fue acosado y sometido a un ostracismo vergonzoso e indigno hasta el día de su muerte prematura. Y como cereza en el pastel, en 1971 el régimen encarceló al poeta Heberto Padilla y organizó un juicio público y televisado en el que lo obligó a confesar crímenes imaginarios y absurdos, al más puro estilo estalinista.
Cuando se les confronta con sus innumerables vicios, crímenes, traiciones y fracasos, los propagandistas y simpatizantes del castrismo suelen refugiarse en la gratuidad y supuesta calidad de los sistemas públicos de educación y salud creados por el régimen. Pero el sistema de salud cubano está en lugar 39 en el ranking de la OMS, a años luz del de países democráticos como Francia, Japón, Noruega o Gran Bretaña, que no han tenido que sofocar la libertad y energía creativa de sus ciudadanos para alcanzar esos logros sociales. En mi humilde opinión, la construcción de servicios de educación y salud universales, públicos y gratuitos debería ser producto de acuerdos y consensos democráticos y no la graciosa concesión de un tirano paternalista.
Otra cantaleta cansina y engañosa que suelen entonar los hagiógrafos y fans de Castro, es que, hasta antes de la llegada del mesías barbudo, Cuba solía ser una colonia del imperio gringo, además de su burdel privado. Pero la Cuba castrista nunca ha sido más que un ruinoso Estado parásito. Primero, y ante el espectacular fracaso de las “reformas” económicas que terminaron destruyendo la industria y el comercio local, y que fueron impulsadas por su iluminado líder, tuvo que volverse 100% dependiente del imperio soviético, que le lanzaba unos cuantos rublos a cambio de ser el más obediente y servil de sus satélites y su base militar más cercana a EEUU.
Esa dependencia total explica que Cuba haya quedado hundida en la más absoluta de las ruinas cuando la URSS se desmoronó, y que haya tenido que transformarse en el burdel más grande del planeta, un abyecto paraíso para turistas y depredadores sexuales de Europa, Canadá y Latinoamérica (sobre todo México). Situación que, tristemente, se mantiene prácticamente igual pues hoy en día la atrofiada economía cubana sigue dependiendo de su juventud prostituida, de las remesas de sus exiliados (esa gente a la que Castro trató de deshumanizar tildándolos de “gusanos”) y de las indignas limosnas de la Venezuela chavista.
Otro de los pretextos favoritos de los voceros oficiosos del castrismo es el embargo económico impuesto por EEUU sobre la isla. Esa estúpida, miope y contraproducente política que tanto le ha servido a Castro para justificar sus rotundos fracasos económicos y para presentarse frente al mundo como víctima. Por eso es tan importante el acercamiento que está logrando Obama, quizá el presidente norteamericano más exitoso desde Roosevelt, pues seis décadas de hostilidad pueril sólo han servido para fortalecer a un régimen que vive del antiamericanismo cerril de sus simpatizantes y aliados dentro y fuera de la isla. Pues si el embargo no hubiera existido jamás, la economía cubana habría terminado exactamente igual, en ruinas como la venezolana hoy en día, pero el tirano no hubiera podido echar mano del malvado imperio para culparlo por sus errores.
A todo esto, y para decepción y consternación de sus jóvenes y progresistas admiradores mexicanos, habría que agregar la sólida alianza que Castro forjó con los regímenes priistas y su estrecha amistad con Fernando Gutiérrez Barrios, jefe de jefes de la temible policía política mexicana (la DFS), arquitecto de la guerra sucia y uno de los personajes más siniestros de la historia nacional. El acuerdo entre ambas dictaduras era muy sencillo: El PRI cobijaba cínicamente a Castro y legitimaba su régimen frente a organismos internacionales para evitar que dichas instituciones hurgaran en sus propios abusos y violaciones de Derechos Humanos. A cambio, Castro le reportaba a Gutiérrez Barrios cualquier contacto que tuvieran las guerrillas mexicanas con su régimen. ¿Cuántos jóvenes mexicanos ingenuos que trataban de organizar un levantamiento armado contra el PRI después de la masacre estudiantil de 1968 y buscaban apoyo del régimen revolucionario cubano al que tanto admiraban le habrá entregado Castro en bandeja de plata a Gutiérrez Barrios para ser torturados y desaparecidos? Quizá nunca lo sabremos.
Por todo esto es que me indigna tanto que vejetes decrépitos e incapaces de forjar nuevos sueños se empeñen en contagiar a las nuevas generaciones con su extravío. Y que usen sus púlpitos universitarios, literarios o periodísticos, para reclutar a jóvenes idealistas e ingenuos con propaganda sentimentaloide y delirios seniles. Lo más paradójico y triste de este asunto es que quienes suelen caer en las garras de los propagandistas de la revolución cubana son jóvenes contestatarios e inconformistas, espíritus que jamás soportarían que un vejete autoritario y puritano los reprimiera con puño de hierro durante más de medio siglo. Gente valiosa que, de haber nacido en Cuba, seguramente hubiera terminado recluida en algún campo de la UMAP o a bordo de una balsa en busca de libertad.
Los jóvenes latinoamericanos, y muy especialmente los mexicanos, deben empezar a soñar por su cuenta, en lugar de reciclar las pesadillas de los viejos necios que los rodean. Hay demasiados cubanos ilustres y merecedores de admiración (José Martí, Julián del Casal, Cintio Vitier, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy o el propio Reinaldo Arenas, por mencionar sólo a mis favoritos), como para perder el tiempo y desperdiciar neuronas con un dictadorzuelo bananero, en igual medida ridículo y siniestro, como Castro. La renovación ideológica de la izquierda latinoamericana, y su futura fortaleza y relevancia, dependen en buena medida de que las nuevas generaciones renieguen del tóxico culto a la revolución cubana