Por Bvlxp:

«Le estás dando mucho crédito a un señor viejo y delirante». Es la respuesta que normalmente recibo cuando expreso mis dudas de la supervivencia de nuestra democracia bajo una hipotética presidencia de Andrés Manuel López Obrador. Lo peor es que escucho esta respuesta despreocupada de gente que considero inteligente y comprobadamente demócrata; gente que sé que se opondría incluso con su vida ante una intentona de reelección obradorista hacia 2024. Es un misterio para mí entonces su indiferencia ante la suerte y subsistencia de nuestra República. Nunca antes en nuestra historia reciente un candidato había expresado con tanto desparpajo su desconfianza ante las instituciones y el sistema constituido que nos hemos dado como forma de gobierno y forma de solventar nuestras diferencias políticas. 

Quizá por eso nunca antes en la historia reciente se le ha preguntado a un candidato presidencial si piensa reelegirse. La pregunta viene de la prensa con una falta de escándalo pasmosa, como si le estuvieran preguntando a AMLO si como Presidente se irá a dormir temprano. La no reelección es un principio básico de nuestra república y de nuestro arreglo democrático. Es justamente lo que desencadenó la Revolución de principios del siglo XX. No es poca cosa. Los mexicanos estuvieron dispuestos a morir, y murieron por millones, por el sufragio como reclamo central de las carencias políticas y sociales de aquel entonces. Resulta increíble que hoy le preguntemos a un candidato desleal con ese movimiento y con la Constitución si piensa romperla como promesa de campaña. Entre la gente que me tilda de ridículo o exagerado cuento a alguna que, siendo una convencida del rol del Poder Judicial en nuestro arreglo democrático y de Estado de Derecho, se queda fría ante el dicho de que México contará «con una nueva Suprema Corte» dentro de los tres años de comenzado el próximo sexenio. Pocas veces he escuchado a un candidato afirmar que dará un golpe de Estado de esa magnitud antes de la elección. Generalmente, los dictadores en ciernes se reservan las sorpresas para después. Entiendo el desencanto democrático de parte de la sociedad mexicana, pero ese desencanto generalmente viene de sus porciones no ilustradas. ¿Por qué la indiferencia e incluso complicidad de nuestra clase intelectual?

La historia política reciente nos enseña que hay que tomar en serio lo que dicen los candidatos en campaña; que lo que parecen exabruptos, despropósitos, bravuconadas dichas al calor del momento, se convierten en realidades políticas ya en el poder. Con el energúmeno del norte lo hemos aprendido a la mala y el pueblo estadounidense más aun. Siempre podemos descartar dos o tres locas promesas de campaña contando en que la realidad de gobernar y de la administración pública se impondrá ante algunas promesas sin sustento alguno en lo posible. Sin embargo, el tono y la acción política, hemos comprobado, son otra cosa. Las amenazas políticas son promesas de campaña que pueden ser fácilmente cumplidas al margen de las restricciones institucionales y que, contando con ciertas dinámicas políticas de efecto acumulativo, son fácilmente cumplibles. Sobre todo en un país de una institucionalidad frágil y naciente como la nuestra. El poder rara vez modera. Mucho menos a quienes han dedicado una vida a perseguirlo a toda costa.

Existen dos caminos claros a la desinstitucionalización de nuestra democracia que no nacen de la delirante imaginación o la mala de fe de quien esto escribe, sino de las propuestas explícitas y públicas del candidato de Morena: la llamada Constitución Moral y la plebiscitación de la democracia a través, entre otros, de los referéndums revocatorios que ha ofrecido AMLO cada dos años durante su presidencia. La Constitución Moral ofrece la instauración de un Congreso paralelo al Congreso de la Unión para su redacción. Se entiende que éste sería conformado exclusivamente por personajes que se prestaran a la ocurrencia, es decir, adeptos al régimen, contando en que la gente seria no participaría en el ejercicio a fin de no legitimarlo (contando, ingenuamente, en que su legitimidad importaría) y por uno que otro despistado de buena fe. Una vez redactado y «promulgado», el documento sería seguramente enarbolado como el instrumento rector de la vida pública mexicana, declarando a la Constitución de 1917 como un instrumento caduco y representativo de la putrefacción nacional. Para que esto suceda se necesita mucho menos de lo que uno se imagina. Ni siquiera su falta de representatividad sería obstáculo para su imposición desde un consenso en el poder apoyado por un sector del círculo rojo y un puñado de fanáticos clientelares en las calles. Estas dinámicas políticas requieren de mucho menos consenso del que los escépticos y los ingenuos imaginan. Ya mismo, los fanáticos apoyadores del hipotético régimen publican en medios afines como Horizontal que «El planteamiento de una Constitución Moral pude no ser otra cosa más que una propuesta para la construcción de un proceso constituyente que parta de un nuevo y amplio consenso social que parecería que necesitamos con urgencia; es sencillo, requerimos un nuevo tipo de Estado». Más claro, imposible.

Por otro lado, la democracia plebiscitaria es un instrumento que debe ser complementario a la democracia participativa pero que cuando se abusa de él, termina por su sustitución bajo la cobertura política que da la consulta al pueblo «porque el pueblo manda». Actualmente, la ley permite la consulta popular para ciertos temas y cumpliendo ciertos requisitos. En cambio, AMLO ha dicho que la utilizaría para supuestos que la ley prohibe expresamente, o bien, que no prevé como el referéndum revocatorio. Aunque a primera vista el referéndum revocatorio pareciera el cúlmen del ejercicio democrático, la verdad es que es un instrumento que encierra una trampa autoritaria en su centro: si pregunto si quieren que me vaya, de igual manera puedo preguntar si quieren que me quede. Total, ninguno de los dos procesos están previstos en la ley y puedo manejarlos a mi antojo. Sobre todo, puedo fácilmente maniobrar la dinámica política que se genera antes y después de estos ejercicios llevado a cabo al margen de la legalidad y como medio para sacarle la vuelta a las instituciones democráticas y constitucionales. 

Este proyecto no tan encubierto de traición a la democracia no sorprende que sea apoyado por académicos, opinólogos y otros actores que siempre han sido unos demócratas de dientes para afuera y que se han descarado como francos antidemócratas ahora que sienten el poder cerca. Lo que sorprende es la indiferencia de demócratas de peso completo por miedo a que los tilden de histéricos, un miedo que no puede ser otra cosa que una tibieza y una cobardía para encontrar perdón y acomodo en lo que pudiera venir. Estoy convencido que este no es el proyecto que la mayoría de México desea y que aun mucha gente convencida de votar por AMLO no entiende los alcances de lo que le están ofreciendo. Aunque sea minúscula, la mía es una voz que se suma a tantas otras que han desafiado la ridiculización y la mofa ante lo que estamos convencidos es un proyecto que busca acabar con nuestra vida democrática. Si no sirve como advertencia y llamado a la acción de los millones de demócratas que tiene este país, que sirva al menos para poder decir libre de culpas que se los dije.