La Hoguera de las Vanidades Virtuales

Por Oscar E. Gastélum:

“It is not the soft power of humanity, it is not that feeble spark of benevolence which Nature has lighted up in the human heart, that is thus capable of counteracting the strongest impulses of self-love. It is a stronger power, a more forcible motive, which exerts itself upon such occasions. It is reason, principle, conscience, the inhabitant of the breast, the man within, the great judge and arbiter of our conduct. It is he who, whenever we are about to act so as to affect the happiness of others, calls to us, with a voice capable of astonishing the most presumptuous of our passions, that we are but one of the multitude, in no respect better than any other in it; and that when we prefer ourselves so shamefully and so blindly to others, we become the proper objects of resentment, abhorrence, and execration.”

Adam Smith

 

En esta triste y confusa época, en que el terrorismo islámico campea a sus anchas por el mundo y los inquisidores de la corrección política han transformado las redes sociales en la plaza pública ideal para escenificar linchamientos morales a la menor provocación (hasta lo que Justin Bieber decide hacer libremente con su cabello provoca que turbas  histéricas lancen ridículas y estridentes  acusaciones de racismo en su contra), hay una cantaleta en particular, entonada una y otra vez por esa chusma mojigata y odiosa, que me resulta especialmente vomitiva y que podría resumirse más o menos así: “¡Claro, hoy lloras por París y por Bélgica pero ayer murieron doscientas personas en Burkina Faso y no adornaste tu avatar con su bandera! ¡Hipócrita! ¡Racista! ¡A la hoguera!”

Para empezar habría que poner en evidencia el nivel de santurronería hipócrita que se necesita para juzgar los afectos y los pesares ajenos. En el fondo, la actitud de esta gente es moralmente equivalente, e igual de repelente, a la de esos buitres que asisten a los funerales a registrar minuciosamente quién derramó lágrimas de más o de menos de acuerdo a su cercanía con el difunto. Y a juzgar sumariamente a los ofensores tildándolos de farsantes exagerados o de monstruos insensibles. Lo que voy a decir debería de ser una perogrullada pero desgraciadamente parece que ha dejado de serlo: Cada quien tiene derecho a amar lo que le dé la gana y a expresar sus penas como mejor le parezca o como el dolor se lo demande.

En segundo lugar, habría que recordarle a estos ridículos aprendices de Torquemada, que la naturaleza humana es sumamente imperfecta y que emociones como la empatía y la compasión tienen límites, pues evolucionaron en una época en la que el contacto de los seres humanos con sus semejantes se reducía a unos cuantos individuos de la familia y la tribu. Pero esas limitaciones también cumplen una función protectora, pues si los más de siete mil millones de seres humanos que habitan el mundo nos dolieran e importaran tanto como nuestros seres más cercanos, nuestra psique colapsaría ante la fatiga emocional que semejante carga acarrearía.

En “La teoría moral de los sentimientos”, el gran pensador escocés y padre la Ilustración británica Adam Smith, esbozó un dilema moral que me gustaría citar in extenso pues resulta ideal para ilustrar este problema:

“Supongamos que el gran imperio de China, con sus miríadas de habitantes, de repente fuera tragado por un terremoto, y consideremos cómo reaccionaría un hombre de Europa, que no hubiera tenido ninguna conexión con esa parte del mundo, al enterarse de tan terrible calamidad. Imagino que, al principio, demostraría una gran pena por la desgracia de ese pueblo infeliz, reflexionaría con melancolía sobre la precariedad de la vida humana y la vanidad de todos los esfuerzos del hombre, pues se podían aniquilar de ese modo en un momento. Si fuera hombre dado a la especulación, quizás empezaría a pensar también en los efectos que ese desastre pudiera tener en el comercio de Europa y en los negocios y las empresas del mundo en general. Y una vez concluida toda esta filosofía, nuestro hombre se entregaría a sus negocios o al placer, al descanso o la diversión, con la misma placidez y tranquilidad, como si no se hubiera producido tal catástrofe. Pero el más nimio desastre que le pudiera ocurrir a él mismo produciría una perturbación más auténtica. Si fuera a perder su dedo meñique mañana, no dormiría esta noche; pero como nunca vio a esas gentes, roncaría con la más profunda seguridad ante la ruina de cien millones de sus hermanos.”

Sí, el ser humano promedio experimentaría emociones más fuertes e incontrolables ante la pérdida inminente de su dedo meñique que ante la muerte de cien millones de desconocidos a miles de kilómetros de distancia. Y esa es una cruda realidad, hoy confirmada por la psicología experimental y la neurociencia, que nuestros nuevos Savonarolas no van a poder incinerar en la hoguera de las vanidades virtual que tanto les gusta atizar. Y el hecho de que no sean capaces de reconocer que ellos mismos están aquejados de las mismas limitaciones que sus congéneres es prueba irrefutable de su extraordinaria hipocresía.

Pero todo esto no quiere decir que la humanidad esté condenada a ser indiferente frente al sufrimiento de sus semejantes lejanos. Pues el ser humano sabe muy bien que hay valores sagrados e irrenunciables que van más allá de las emociones más viscerales e inmediatas de cualquier individuo,  y por ello se ha dado a la tarea de diseñar técnicas y estrategias que ayuden a paliar las carencias de su propia naturaleza. Es el caso de las instituciones políticas y sociales, como la familia o el Estado, o de las normas éticas y morales que se transmiten y se van afinando de generación en generación, y que han alcanzado su expresión más acabada con la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

El propio Adam Smith lo sabía muy bien, y por eso remató su, engañosamente, lúgubre ejercicio con un luminoso corolario: Ahora imaginemos, le pedía Smith a sus lectores, que ese mismo hombre que sufriría más por su meñique que por la muerte de cien millones de chinos anónimos, recibiera la siguiente oferta: conservar su adorado dedo a cambio de la muerte de cien millones de desconocidos. Es obvio que sólo un monstruo aceptaría semejante trato y que el ser humano promedio reaccionaría con repulsión ante tan abyecta oferta. Pero ese asco ético no es producto de la gimoteante y limitada empatía, sino de la arraigada convicción, fría y racional, de que toda vida humana es sagrada e inviolable.

Convicción que, por cierto, nació en Occidente pero es un legado invaluable para el resto de la humanidad pues es gozosamente universal. Vale la pena recordarlo tan solo para hacer enfurecer aún más a la Santa Inquisición de la corrección política, facción particularmente vociferante de la izquierda reaccionaria occidental, ese culto ideológico que suele achacarle todos los males del mundo a la civilización que la engendró y que, intoxicada de relativismo posmo, rechaza cualquier valor o derecho universal por considerarlos armas ideológicas del imperialismo “eurocentrista”.

Así pues, tanto yo como cualquier otro ser humano, tenemos derecho a sentirnos muchísimo más afligidos por los desastres que acontecen en países que amamos y conocemos a fondo, cuya lengua hablamos o cuya historia, literatura, filosofía, música, cine, cocina y cultura en general admiramos. Sin ser importunados por moralistas de pacotilla en busca de atención y desesperados por exhibir ante el mundo su imaginaria superioridad moral. Pues el amor es exclusivo y excluyente o no sería amor, pero amar a un país con el que tenemos profundas afinidades y que nos ha enriquecido espiritualmente no equivale a pensar que la vida vale más ahí que en cualquier otro rincón del mundo.

Sabiendo todo esto, insistir en la misma tediosa cantaleta sería tan absurdo y moralmente imbécil como reclamarle a un hombre que llora la muerte de su madre el no haber lamentado con la misma intensidad la de todas las otras mujeres de la misma edad que fallecieron alrededor del mundo en la misma fecha. Por eso es tan importante exponer a los hipócritas y liberar de esa carga de conciencia a los confundidos. Pero sobre todo, seguir practicando el “Je suis”, esa expresión de solidaridad que nació de manera tan espontánea y auténtica, como mejor nos parezca.