La Generación de Cristal

Por Óscar E. Gastélum:

 

«Cuando pienso en toda la gente blanca a la que he conocido —ya sea que hayan sido mis profesores, compañeros, amantes, amigos, policías, etcétera— quizá sólo haya una docena a los que considero “decentes”»

«Ontológicamente hablando, la muerte blanca significará la liberación para todos… Hasta entonces, recuerda esto: te odio porque no deberías existir. Tú eres tanto el sistema dominante del planeta como el abismo en el que otras culturas mueren al conocerte»

—Fragmentos de un ensayo publicado en 2017 por un estudiante latino de la Universidad de Texas y titulado: “Tu ADN es una abominación”

 

En septiembre de 2015 el abogado experto en libertad de expresión Greg Lukianoff y el eminente psicólogo Jonathan Haidt publicaron un largo e influyente artículo en The Atlantic, en el que denunciaban un fenómeno nuevo, preocupante y cada vez más común en los campus universitarios de EEUU: la aparición de estudiantes demasiado frágiles emocionalmente y propensos a ofenderse a la menor provocación, incapaces de soportar o tolerar ideas u opiniones opuestas a las suyas, y dispuestos a acallar, incluso mediante la violencia física, a todo aquel que se atreviera a cuestionar sus dogmas ideológicos. Tres años más tarde, estimulado por el ascenso de Trump y la epidemia de polarización política que sufre no sólo EEUU sino el mundo entero, el problema identificado y denunciado por Lukianoff y Haidt se ha agudizado hasta alcanzar proporciones francamente preocupantes. Pero el abogado y el psicólogo no se cruzaron de brazos tras publicar su texto en The Atlantic, sino que enfocaron buena parte de su energía en estudiar a fondo el fenómeno, y el resultado de su investigación es “The Coddling of the American Mind”, uno de los libros más importantes de la década.

Una columna como esta no alcanza para hacerle justicia a un libro tan relevante, pero me gustaría abordar brevemente los detalles que más me sorprendieron y estimularon. Por ejemplo, Lukianoff y Haidt llegaron a la conclusión de que, aunque parezca increíble, este no es un problema de millennials. Sí, los millennials mas jóvenes alcanzaron a contagiarse, pero las estadísticas demuestran contundentemente que esta vilipendiada generación no registró un cambio significativo en ideas o actitudes respecto a la libertad de expresión y otros temas asociados al fenómeno. La epidemia de intolerancia y fragilidad histérica que todos hemos visto a través de las noticias y en las redes sociales se desencadenó más o menos en 2013, es decir, cuando los miembros de la “iGeneration” o “Generación Z” (nacidos a partir de 1995, fecha en la que los expertos detectan un cambio radical en actitudes y valores) empezaron a entrar a la universidad. Confieso que desde hace años, basado en mi propia experiencia, yo ya intuía que entre los millennials esa corrección política enfermiza estaba confinada a una minoría microscópica.

Otro descubrimiento interesantísimo de Lukianoff y Haidt es que no estamos realmente ante una epidemia generalizada. En EEUU, el problema está muy focalizado en las universidades de élite de las costas, específicamente en California y Nueva Inglaterra, y en los departamentos de Humanidades de algunas otras universidades. E incluso en esas universidades de élite y en esos departamentos, solamente una minoría de estudiantes pueden considerarse como fanáticos rabiosos de la ideología postmoderna que ha generado este preocupante fenómeno. El problema es que la dinámica entre ese puñado de fanáticos y el resto de los estudiantes, la facultad y las autoridades universitarias ha mutado peligrosamente. Es una minoría, sí, pero muy vociferante, agresiva e influyente. Y ese puñado de fanáticos, apoyados en las redes sociales, bastan para hacerle la vida imposible a los herejes y a los moderados, y para destruir la reputación, y en ocasiones la vida, de alumnos y maestros disidentes. Esto ha creado una atmósfera de miedo en la que los alumnos más racionales y sensatos prefieren callar pues temen ser destruidos socialmente, y la voz de los fanáticos resuena prácticamente sin oposición, pues los maestros también se sienten intimidados. Sobra decir que ese no es el ambiente ideal para enseñarle a una nueva generación a escuchar al otro y a pensar críticamente, la misión más importante de toda universidad.

Lukianoff y Haidt argumentan que la ausencia de pluralidad política en las facultades de estas universidades (en algunos casos los maestros de izquierda superan 10 a 1 a los conservadores) ha provocado que maestros intoxicados por las ideas de algunos filósofos postmodernos envenenen impunemente las mentes de sus alumnos con ideas muy nocivas, no sólo para la democracia liberal y los valores de la civilización occidental, sino para su propia salud emocional. Los autores identifican tres grandes mitos que están dañando irreparablemente la psique de toda una generación (los trastornos de ansiedad, la depresión y los suicidios se han disparado dramáticamente entre los miembros de la Generación Z) y que están envenenado la convivencia tanto en los campus como en el resto de la sociedad, pues estas actitudes e ideas ya están saliendo de las universidades y contaminando al mundo externo.

El primero de esos mitos es “El mito de la fragilidad” que puede resumirse en una frase: “Lo que no te mata te hace más débil”. Esa venenosa falacia ha convencido a millones de jóvenes de que son jarritos de Tlaquepaque, frágiles y delicados, y de que todos los tropiezos y sinsabores que han experimentado a lo largo de su vida han dejado heridas incurables en su mente, y por eso deben ser protegidos del mundo y de cualquier palabra, discurso u obra literaria que pueda desencadenar recuerdos traumáticos. De ahí viene la ridícula exigencia de “safe spaces” y “trigger warnings”. Pero incluso en casos auténticamente traumáticos (como una violación) la terapia siempre consiste en exponer al paciente paulatinamente a eventos o situaciones que le recuerden el suceso, hasta que éstas dejen de generarle ansiedad. Hacer lo contrario, esconderse del mundo o exigir protección ante toda incomodidad intelectual, es contraproducente, y una invitación a revolcarse en las heridas y a convertirse en una víctima perpetua. Y es que la mente humana no es frágil como la porcelana y tampoco es simplemente resiliente, sino que es un órgano “antifrágil” (un concepto acuñado por el académico Nassim Nicholas Taleb) y al igual que los músculos y el sistema inmunológico, requiere de estrés, retos y fricciones para fortalecerse. Nietzsche tenía razón, y con algunas excepciones importantes, lo que no nos mata sí suele hacernos más fuertes. Pero algunas universidades, y desgraciadamente algunas de las más importantes, esas que forman a las futuras élites políticas y mediáticas, están lanzando al mundo a jóvenes sobreprotegidos y mal preparados para enfrentar la vida y sus dificultades. Un auténtico ejército de discapacitados emocionales.

El segundo mito es “El mito del razonamiento emocional” y puede resumirse en esta frase: “Siempre confía en tus sentimientos”. Esto también es un disparate que suele tener consecuencias muy negativas. Y es que siempre debemos cuestionar y analizar nuestras emociones pues regularmente lo que termina afectándonos más no son las experiencias que vivimos sino la interpretación que les damos; algo que los sabios de todas las épocas (de Epicteto a Shakespeare pasando por Boecio) han sabido muy bien y que la psicología moderna ha confirmado científicamente. Es por eso que los miembros de la Generación Z son tan propensos a ofenderse, pues se les ha enseñado a privilegiar sus emociones sobre el análisis racional de las mismas. Si alguien dice algo que los ofende, no se detienen a analizar la intención del interlocutor, se anclan en sus sentimientos heridos y arman un escándalo o un linchamiento virtual. Tradicionalmente la moral humana ha privilegiado la intención sobre el impacto para juzgar la gravedad de una ofensa. Es por eso que una persona que asesina premeditadamente a alguien recibe una condena muchísimo mayor que quien atropella accidentalmente a un congénere. La gente sana mentalmente no reacciona igual ante quien la empuja intencionalmente y alguien que lo hace accidentalmente al tropezarse. Pero los miembros de la Generación Z están educados para atribuirle las peores intenciones a quienes los rodean y por eso un mal chiste o un comentario insensible, pero no mal intencionado, pueden transformarse en un drama demencial y quienes los emitieron pueden ser acusados de racismo, misoginia o cosas peores aunque no hayan tenido la intención de dañar a nadie ni alberguen prejuicios en contra de minoría alguna. En este código moral enfermizo lo que importa es lo que siente el ofendido, no la intención del ofensor.

El último mito es el de “Nosotros contra ellos” y puede resumirse en esta frase: “La vida es una batalla de gente buena contra gente mala”. Sobra decir que este maniqueísmo imbécil fomenta el tribalismo, una de las pasiones humanas más peligrosas y destructivas. Lo más interesante de este punto es que Lukianoff y Haidt argumentan que existen dos tipos de “políticas de la identidad”: las que se concentran en nuestra “común humanidad” y las que postulan la existencia de un “enemigo común”, maligno e irredimible. Sí, los grupos humanos, sobre todo los marginados y desfavorecidos, siempre se han organizado políticamente para exigir sus derechos, eso no es nada nuevo. Pero hay un abismo entre el activismo de un Martin Luther King, por ejemplo, y la histeria resentida y nihilista que vemos hoy en día. Mientras que el reverendo King apelaba a lo que unía a la comunidad blanca con la negra, usando un lenguaje conciliador impregnado de patriotismo y religiosidad para derribar barreras artificiales y soñando con que su país llegara a estar a la altura de sus ideales, las políticas de la identidad posmodernas dividen a la gente en burbujas identitarias inexpugnables basadas en la raza, la orientación sexual o el género, y han transformado al hombre blanco heterosexual y cisgénero en el villano irredimible al que el resto de las identidades deben destruir para ser libres. No hay nada más tóxico y peligroso que dividir a una sociedad en villanos y víctimas, pues fomentar el tribalismo es jugar con fuego.

Sí, los autores del libro se limitaron a estudiar a la juventud norteamericana, pero su diagnóstico y sus propuestas para contener el problema son universales, y estas nocivas ideas ya están siendo importadas a México. En los últimos meses todos hemos sido testigos de cacerías de brujas desatadas en contra de personas perfectamente decentes acusadas de racismo o misoginia por hordas histéricas y “ofendidas”. Y hay un grupúsculo bastante influyente en el mundo académico (e incrustado en la incoherente coalición que llevó a López Obrador al poder) que habla constantemente del “privilegio blanco” y otros conceptos de esas políticas de la identidad basadas en la división identitaria y la promulgación de un “enemigo común”. Por eso es tan importante que aprendamos las amargas lecciones que el fenómeno está dejando en la sociedad norteamericana y que estemos preparados para lo que viene. El futuro y la salud mental de toda una generación depende de ello…