Por Oscar E. Gastelum:
“An appeaser is one who feeds a crocodile, hoping it will eat him last.”
― Winston S. Churchill
Hace cuatro años, cuando en plena campaña presidencial comenzó a quedar muy claro que Enrique Peña Nieto era un hombre limitadísimo política e intelectualmente, los capos priistas del poderoso Grupo Atlacomulco y los altos mandos de Televisa, quienes lo encumbraron y promovieron sin descanso desde que tomaron la decisión de convertirlo en presidente, trataron de tranquilizar al resto de la preocupada oligarquía nacional asegurándole que, si bien el candidato Peña Nieto no era particularmente brillante o culto, no había nada por qué preocuparse pues estaba rodeado de un equipo de “jóvenes” y talentosos políticos entre los que descollaba el serio y brillante tecnócrata Luis Videgaray, su mano derecha.
Es por eso que el insólito desastre diplomático y político provocado por la visita de Donald Trump a México, hasta donde se sabe alentada, diseñada y ejecutada precisamente por Videgaray, con el supino pretexto de calmar a los mercados internacionales, como si hubiera alguna manera de lograr que los mercados tomaran con calma el hipotético triunfo de un demagogo impredecible como Trump, resulta aun más ofensiva y absurda. Pues el gran “asesor” no sólo no sirvió para contener la imbecilidad presidencial sino que la potenció hasta niveles insospechados, siendo el orgulloso autor intelectual de la pifia más imperdonable y garrafal en lo que va de un sexenio que ha sido prolífico en ellas.
Y es que no es exagerado afirmar que la peligrosa e irresponsable ocurrencia de Videgaray, aprobada y defendida por su amigo el presidente de la república, es el abismo más profundo en que se ha despeñado (no pun intended) un gobierno mexicano desde 1968. Pues, al haber beneficiado de manera tan obvia a un enemigo acérrimo y confeso de la nación, la malhadada invitación raya en la traición a la patria. Y es que la campaña de Trump estaba prácticamente muerta hasta que el “líder” del país al que más ha vejado y amenazado decidió resucitarla recibiendo al potencial tirano con los honores de un jefe de Estado y ofreciéndole un foro insuperable para lucir presidencial y para demostrarle a los votantes indecisos que su estilo bravucón, racista y fascistoide es viable políticamente pues logra que jefes de Estado se postren sumisamente frente a él aun antes de ganar la presidencia.
Y que quede muy claro que mi indignación no se alimenta de chovinismo barato, pues nunca he sido propenso al “masiosarismo” ramplón. Donald Trump no es un candidato más, ni un político conservador común y corriente, y eso es precisamente lo que no lograron entender Luis Videgaray y su inepto jefe, un par de personajes ridículos e incapaces de reconocer o lidiar con una crisis civilizatoria de estas dimensiones. No, Trump es una amenaza sin precedentes no sólo para esa abstracción hueca que es “la patria mexicana” sino para el mundo entero y muy especialmente para millones de mexicanos, de carne y hueso, y de ambos lados de la frontera, que quedarían a merced
del capricho de un tirano fascista, racista, ególatra y veleidoso, que sustenta su popularidad en el odio, el miedo y la deshumanización de minorías vulnerables.
Tratar de razonar o negociar con un personaje tan siniestro, o peor aún, intentar apaciguarlo a base de lisonjas y concesiones, es una ingenuidad disparatada y contraproducente, pues la única opción digna y sensata es la confrontación directa y razonada. Lo que el gobierno mexicano debió hacer fue enfrentar la tóxica retórica de Trump con convicción, coraje y elegancia, dejándole muy claro al votante indeciso en EEUU que la amenaza y el insulto no son una vía diplomática admisible para tratar con socios y aliados. Pero la bochornosa “Doctrina Videgaray”, que consiste en abrir las puertas de par en par a un enemigo irredimible y colmarlo de honores inmerecidos, no contiene ni un ápice de dignidad, sensatez o coraje sino que conjuga la ingenuidad pusilánime de Neville Chamberlain con la sumisión cobarde, desleal y rastrera del mariscal Pétain, produciendo un potaje repulsivo y humillante.
Sí, es verdad que Videgaray terminó defenestrado gracias a su estupidez, pero el daño ya estaba hecho. Después de su grotesca aventura mexicana y de mofarse públicamente de sus torpes y obsequiosos anfitriones, colmándolos primero de elogios ponzoñosos para luego advertirles cínicamente que los mexicanos, queramos o no, terminaremos pagando su grotesco muro, Trump dio un salto en las encuestas y redujo de forma alarmante la distancia que lo separa de Hillary Clinton. Por si eso fuera poco, la candidata demócrata, ofendida por el pasmoso e indignante servilismo que exhibió Peña Nieto frente a Trump, desairó la invitación que este le había extendido, dejando aún más en evidencia la magnitud del error cometido.
Mis lectores y amigos saben muy bien que Peña Nieto nunca ha sido santo de mi devoción, pero a pesar de su ignorancia, ineptitud y deshonestidad, jamás pensé que fuera capaz de un disparate de esta magnitud, ni imaginé que podría pasar a la historia no sólo como un ladronzuelo analfabeta e inculto sino como un auténtico traidor. El rostro ajado y el gesto de extravío que el presidente ha exhibido en las últimas semanas reflejan el peso de una responsabilidad que le quedó demasiado grande, pues nunca tuvo la estatura política o la preparación para afrontarla. Ojalá que su monumental fracaso sirva para que el frívolo electorado mexicano aprenda por la mala que elegir como presidente a personajes insignificantes y zafios puede tener consecuencias catastróficas.
Por lo pronto, a los mexicanos de este lado de la frontera y a los que viven indocumentados en EEUU no les queda más que seguir con atención y nerviosismo la elección presidencial norteamericana y confiar en que Hillary Clinton logre salvar a nuestra civilización de las garras del fascismo. Pero si Trump triunfa, gracias en parte al cretinismo irresponsable de Peña Nieto y su compadre Videgaray, ni los mexicanos, ni la mayor parte del mundo, ni la historia misma, se los perdonará jamás…