La desolación de Nigel

Por Juan Francisco Morán:

Tuve el gusto de conocer a Nigel en un evento gastronómico hace casi dos años. Su  atropellado español me trajo el recuerdo de un principiante tratando de conducir por primera vez un coche y luchando por mantenerlo encendido. Las palabras le salían con dificultad,  pero el entusiasmo con  que lo intentaba provocaba la empatía suficiente para ponerle atención y tratarlo de apoyar en su causa. Su espíritu aventurero lo llevó a dejarlo todo en Australia, quemar las naves y venir a México en busca de un sueño gastronómico. Así como en una época la tentación para algunos de venir a nuestro país fue el oro, hoy es, para otros, la comida mexicana. Para Nigel, estar en México  significaba emprender un negocio restaurantero de cocina de autor basado en nuestras raíces culinarias y la entomofagia, todo a partir de un viaje previo a Oaxaca, en donde los moles, las tlayudas, los chapulines, los gusanos de maguey y las chicatanas hechizaron su paladar quedando embelesado por nuestra gastronomía, hoy en día reconocida como un patrimonio inmaterial a nivel internacional. Las prácticas eficientes y autodidactas utilizadas en Australia para abrir un negocio, le homologaron la idea de que en nuestro país sería igual de sencillo como en el suyo, pero esa percepción fue cambiando paulatinamente como una fruta madura que con el paso del tiempo se va pudriendo, mientras su odisea lo adentraba en una jungla cerrada y de difícil acceso.

A los cinco meses de conocernos recibí una llamada de un número desconocido. Al contestar escuché una voz pronunciar la “r” diferente. No atiné de quién se podía tratar hasta que oí su nombre salir del auricular. El pobre hombre estaba desesperado, llevaba cinco meses intentando abrir una cuenta bancaria a nombre de su empresa y aún no lo conseguía. Tenía pagos a proveedores pendientes, créditos sin cobrar y sus deudas comenzaban a incrementarse. La voz entusiasmada de meses atrás ahora se escuchaba tensa, preocupada; no sé por qué, pero me lo imaginé mordiéndose las uñas. Por suerte yo conocía a una persona en el jurídico del banco que ayudó a liberar su trámite en horas −todo el asunto estaba parado en que su expediente estaba perdido− después de haber enviado escaneado por tercera vez la documentación solicitada por la institución.

En otra ocasión me lo encontré en la calle y le pregunté cómo iba el restaurante. Los años parecían haber pasado por encima del australiano −que comenzaba a tener problemas serios de dispepsia y halitosis− cuando no tenía ni uno en haber pisado territorio mexicano. Su mirada fruncida lo decía todo. El aire aventurero que lo acompañó cuando lo conocí se había disipado como el humo de un cigarro. Ahora lo acechaba la incertidumbre y la molestia de no poder echar a andar su negocio, me daba la impresión de que una sombra pesada se había posado en él, -tanto que a mi mente vino el título de  este breve relato: “La desolación de Nigel”-  y para constatarlo me contó un problema más que se le presentó: el programa que compró para operar su negocio y la sincronización con las facturas electrónicas. De entrada, optó por el sistema del SAT facilitado por el gobierno, pero un día no servía y el otro tampoco. Invirtió un dineral en el nuevo sistema, sin embargo, el pésimo servicio en su instalación y la escueta capacitación recibida lo había retrasado al grado de no poder operar todavía su restaurante. La desolación empezaba a verse en su rostro al igual que la víspera de una tormenta, su lenguaje corporal comunicaba ansiedad y frustración y apenas comenzaba a adentrarse en la jungla.

De oídas me enteré que por fin pudo abrir su local, pero el gusto le duró no más de un mes. Más pronto llegó la autoridad en hacer inspecciones infundadas que en lo que pudo pagar los salarios de la segunda quincena. Él tenía todo en regla, su manera de hacer las cosas no le permitía dejar cabos sueltos, esa era su mayor consternación. Investigó, se informó, estudió el mercado, confiaba en que todo lo hizo bien, sin embargo, no contaba con las costumbres de esta ciudad capital en donde suele bendecirse todo. Después de varias explicaciones entendió el surrealismo mexicano y comprendió que en México 1+1 no siempre es igual a 2, así como que el «ahorita» de los capitalinos es atemporal y la actividad favorita por estas latitudes es la procrastinación. Una vez asimilada esta parte de la idiosincrasia citadina, la duda se le filtró en su cabeza como humedad en la pared, lo que lo orilló a consentir en bendecir su local -no obstante su agnosticismo-. Con machete en mano continúo su andar dentro de la selva cañera sin aquellos bríos de un inicio. Ahora parecía más un sobreviviente deseando solo llegar, quedando relegado el aventurero deseoso de conquistar.

La última vez que lo vi fue hace algunas semanas. Su mirada hacina me hizo sentir pena por él. Después de casi dos años de haber conocido al «Cocodrilo Dundee» que vino a desafiar la Ciudad de México ahora me topaba con un personaje paranoico, malicioso y desconfiado, que hablaba un fluido español, pero aún pronunciando una «r» descompuesta -tan descompuesta como su semblante-, delatora de su prosapia extranjera. Su saludo me hizo sentir una desconfianza también hacia mí. Me invitó una cerveza en su restaurante y le pregunté cómo estaba. Entre suspiros y lamentos me dio entender que las cosas no iban bien, trabajaba para todos menos para él, decía. Nunca pensó que emprender un negocio aquí fuera tan difícil e inequitativo. -Me salieron socios por todas partes. Por un lado, hay que pagarle al gobierno sus impuestos, por otro las mordidas a la delegación para que me dejen trabajar y por último me cobran derecho de piso una banda de criminales para darme protección de otros criminales. Estoy en banca rota-; se desahogó. Su tono de voz era sincero, pero con una carga de resentimiento que volvía pesado el ambiente. Sus ojos se entrecerraban cada vez que me hablaba, como si buscara a un enemigo imaginario con quien desatar su ira. Me quise despedir de él, pero se quedó absorto mirando a un punto fijo sin percatarse más de mi presencia, igual que una efigie petrificada.

Ese mismo día recibí su llamada. Su voz era la de un iracundo, cada vez lo oía hablar mejor el español y sobre todo cuando lo hacía con altisonancia. Despotricó contra cada una de las personas físicas y morales con las que tuvo relación en su incursión empresarial en este país. Sentí convertirme en un basurero en donde se deposita toda la bazofia que sentía por esta ciudad carente de aire limpio y que a sus ojos parecía un parque temático de atrocidades. En un principio comprendí su frustración -hasta me sentí solidario con él-, pero mientras continuaba con su cantaleta, sentí una sorda punzada en mi estómago, la incómoda sensación cuando alguien viene a quejarse de tu casa en tu casa. Lo escuché con atención y dejé que exprimiera su última gota de amargura. Como punto final espetó: -Me regreso a Australia.

Como dije antes, de aventurero pasó a ser un sobreviviente del día a día hasta que el destino lo alcanzó. Ayer pasé por su restaurante y lo vi cerrado. La nostalgia me siguió ese día como un perro faldero y me reafirmó la percepción de considerarlo un hombre de palabra. Meses después volví a ver al hermano de un amigo que se había ido a Chicago a probar suerte como cocinero. No supe en realidad su historia en esos lares, solo pude apreciar en él una mirada cabizbaja como si buscara en el suelo sus sueños caídos. En ese instante me acordé de Nigel y la desolación cubriéndolo como una nube todo el tiempo mientras permaneció en esta ciudad que no trata a todos por igual.