La «Casa Blanca»

Por Oscar E. Gastélum:

Escribo estas líneas porque la indignación ya no me cabe en el pecho. En las últimas horas el Señor Presidente de la República, licenciado Enrique Peña Nieto, ha sido blanco de los más groseros e injustos ataques por parte de esa masa anónima, envidiosa y resentida a la que la Primera Hija de la nación, con excepcional ingenio y puntería, bautizó como “los proles”. Todo esto motivado por un “reportaje” plagado de calumnias que se publicó en el portal de la pseudoperiodista Carmen Aristegui, en el que se acusa al Salvador de nuestra Patria de poseer un suntuoso palacete de 86 millones de pesos y se insinúa que semejante propiedad, tan lejos del presupuesto de un servidor público intachable, sólo puede ser producto de la corrupción que siempre ha caracterizado a los políticos mexicanos.

Lo que esta gentuza olvida o ignora es que el Señor Presidente tiene una teoría muy original y vanguardista que explica y reivindica la ubicuidad de la corrupción en México. Como cualquier mexicano preocupado por el destino de su patria seguramente recordará, hace unos meses el Señor Presidente sostuvo un encuentro con siete connotados representantes de la honorable prensa nacional. Durante aquel inolvidable choque de intelectos privilegiados y ante una impertinente y grosera pregunta de uno de los hijos de Enrique Krauze, el Señor Presidente decretó con lucidez envidiable que no era necesaria una reforma anticorrupción porque ese era un asunto “cultural”. Muchos se horrorizaron ante lo que parecía una estupidez desvergonzada y absurda, pero yo entendí de inmediato lo que el Señor Presidente quería decir. Por eso no me sorprendió la existencia de la desmesurada propiedad descubierta por la entrometida vileza de Aristegui.

Pero no se confunda, querido lector, no estoy aquí para tratar de tapar el sol con un dedo. Al contrario, mi primer deber como admirador incondicional de nuestro heroico Señor Presidente es reconocer lo obvio. Por supuesto que cada una de las lozas de finísimo mármol que cubren los pisos de la infame “Casa Blanca”, como le dicen ahora los “Proles”, es producto de la corrupción. Sólo un imbécil se tragaría el cuento de que una actriz de telenovelas puede pagar semejantes lujos o estaría dispuesto a aceptar, como una misteriosa coincidencia, el hecho de que el dueño legal de la propiedad sea una constructora que se embolzó más de ocho mil millones de pesos en contratos públicos asignados durante el sexenio en que el Señor Presidente de la República era modestamente conocido como el Señor Gobernador del Estado de México.

Lo que los "Proles" no entienden es que el Señor Presidente no construyó esa ignominiosa mansión motivado por una pasión tan vulgar como la codicia, sino para hacer un importante y generoso aporte al acervo cultural de la nación. Sí, todos sabemos que nuestro admirado redentor es funcionalmente analfabeto e incapaz de retener el título de tres libros en la cabeza (ya no digamos leerlos) o que, en un arranque de candidez conmovedora, el IFAI declaró “inexistente” su historial académico. Pero esas anécdotas irrelevantes sólo sirven para ocultar su insaciable interés en la más mexicana de las expresiones culturales: la corrupción. Siento mucho decepcionar a todos esos “Proles” que desprecian al Señor Presidente desde su arrogante alfabetismo y lo tachan de ignorante e inculto, pero si la corrupción es cultura, él es uno de los hombres más cultos de este país, un auténtico erudito. Todo esto explica y justifica no sólo la obscena existencia de la “Casa Blanca”, sino también el tenebroso perdón otorgado a Arturo Montiel, su admirado padrino político y un auténtico virtuoso de la corrupción desmesurada, una de las estrellas más deslumbrantes de nuestro riquísimo canon.

Por todo esto, lejos de escandalizarnos, deberíamos celebrar y agradecer la congruencia y la creatividad exhibida por el Señor Presidente, al legarnos una obra maestra de la corrupción digna de la protección de la UNESCO. La ambición desmedida y el indignante cinismo que proyectan sus límpidos muros y su escandaloso precio sólo son comparables con el descaro procaz de la inolvidable “Colina del Perro” de López Portillo o el espeluznante “Partenón” del “Negro” Durazo, obras cuya influencia reconocemos sin esfuerzo en los paradójicos excesos minimalistas de la “Casa Blanca”.

Basta pues de calumnias y burlas en contra de este mexicano excepcional que al engrosar su patrimonio personal ilícitamente sólo buscaba enriquecer, desinteresadamente, el patrimonio cultural de la nación a la que tanto ama. Además, resulta ridículo que un país se atreva a despreciar a quien encarna con tanta minuciosidad su propia identidad colectiva. Señor Presidente, ¡usted no nos robó!