La batalla de Amiens

Por Oscar E. Gastélum:

“No se está realmente con los pobres sino luchando contra la pobreza.”

Paul Ricœur

¿Quién era mejor orador, sir Winston Churchill o Adolf Hitler? He escuchado o leído esa pregunta cientos de veces a lo largo de mi vida y cada vez me suena más ociosa. Y es que me parece que la respuesta es muy obvia. Sí, Hitler era un demagogo consumado y con innegables dotes histriónicas, pero su retórica apelaba al resentimiento, al miedo, al odio y a las más bajas pasiones de sus escuchas. Invocaba chivos expiatorios para culparlos por problemas complejísimos y ofrecía soluciones mágicas y promesas delirantes mientras adulaba descaradamente a las masas enardecidas. Por el contrario, Churchill, que ascendió al poder en medio de una crisis existencial sin paralelos, optó por ser rigurosamente honesto frente a su admirable pueblo y siempre apeló a su generosidad, a su coraje y a esa estoica entereza tan característica de los británicos. Adular a las masas y deshumanizar minorías es relativamente fácil, cualquier vendedor de autos usados con labia y sin escrúpulos podría hacerlo, pero sólo un genio del calibre de Churchill podría haber dirigido y motivado a una nación asediada por un régimen maligno, prometiéndole: sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.

Todo esto viene a cuento por una escena de corte churchilliano que atestigüé hace un par de semanas y que protagonizó Emmanuel Macron, el flamante presidente de Francia, suceso que capturó a la perfección el carácter excepcional del personaje. Todo sucedió en Amiens, el pueblo natal de Macron, donde el candidato había acordado reunirse con los líderes sindicales de una fábrica de Whirpool que está a punto de cerrar sus puertas y de dejar en la calle a sus obreros, pues la compañía decidió mover su producción a Polonia, donde obviamente la mano de obra es muchísimo más barata. Amiens es parte de esa periferia postindustrial habitada por una enorme cantidad de familias de clase trabajadora que, al sentirse abandonadas por las élites políticas en París, decidieron renunciar a su antigua filiación socialista y optaron por apoyar a Marine Le Pen y a su movimiento populista y fascistoide.

Le Pen posee un talento innegable para el oportunismo, y cuando se enteró de que Macron viajaría al pueblo en que creció para reunirse con los representantes sindicales, decidió dar un muy bien ejecutado golpe mediático presentándose en la fábrica sin previo aviso, hablando directamente con los obreros, la inmensa mayoría de los cuales habían votado por ella en la primera vuelta y lo volverían a hacer en la segunda, posando alegremente junto a ellos frente a las cámaras, y repitiendo una y otra vez que Macron era un banquero elitista, un cruel neoliberal proeuropeo y globalista, y un miembro más del establishment, típicamente indiferente ante el sufrimiento de la clase obrera. La jugada de Le Pen parecía perfecta, ahí estaba ella, rodeada de obreros sonrientes y fascinados por su presencia, mientras el elitista Macron se reunía a unos kilómetros de ahí y a puerta cerrada con los representantes sindicales, sin darle la cara al verdadero pueblo.

Cuando Macron se enteró de la pantomima efectista puesta en escena por Le Pen, tomó una decisión inesperada y sumamente arriesgada, en lugar de concluir su reunión, darle unas cuantas declaraciones a la prensa y huir de la trampa que le habían tendido, el candidato de “En Marche!” decidió dirigirse a la fábrica para hablar en persona con los obreros, pero eso no es todo, además ordenó que el encuentro fuera transmitido en directo por Facebook Live. Aquí sería conveniente recordar que todas las encuestas le daban una ventaja superior a los veinte puntos porcentuales sobre Le Pen, no se trataba de un candidato desesperado por atención o preocupado ante la posibilidad de perder una ventaja mínima. Sí, Macron pudo haberse desentendido cómodamente de la situación sin ninguna consecuencia, pero en lugar de tomar el camino más fácil (¡y sensato!) Macron decidió meterse en la boca del lobo, armado únicamente con sus ideas.

Previsiblemente, en cuanto Macron llegó a la fábrica se topó con un ambiente hostil y amenazante, los obreros se agolparon a su alrededor y empezaron a lloverle insultos, empujones, chiflidos y porras para Le Pen, todo esto ante el evidente nerviosismo de su cuerpo de seguridad. Pero Macron mantuvo la calma desde el primer instante e hizo un esfuerzo sobrehumano por entablar un diálogo, algo que, milagrosamente, logró con el paso de los minutos. Y así fue como el futuro presidente de Francia pasó más de una hora escuchando respetuosamente las necesidades y reclamos de los empleados y exponiéndoles pacientemente sus propuestas e ideas. Pero lo más impresionante de este episodio, de por sí insólito, fue el hecho de que Macron en ningún momento cayó en la condescendencia ni se rebajó a engañar a esos hombres desesperados prometiéndoles soluciones sencillas o indoloras. Por el contrario, su mensaje podría resumirse más o menos así: “Yo no vengo a engañarlos ni a venderles humo como madame Le Pen, comprendo su dolor y los respeto lo suficiente como para no aprovecharme de su desesperacion haciéndoles promesas imposibles de cumplir. Lo más probable es que su fábrica se vaya a Polonia, pero cerrar las fronteras, culpar a los inmigrantes o destruir la Unión Europea no les va a devolver sus trabajos sino que profundizará la crisis económica del país.”

Poco a poco los ánimos se fueron calmando y  para cuando el encuentro llegó a su fin, ya hacía rato que la confrontación le había cedido su lugar a la argumentación vehemente pero respetuosa y razonada. Macron se había ganado el respeto de los trabajadores que, aunque quizá en su mayoría terminaron votando por Le Pen, apreciaron la valentía y la honestidad de un candidato que puso en riesgo su integridad física y su campaña para escucharlos y comunicarles sus ideas. La prensa francesa reconoció unánimemente el arrojo y la frescura del gesto,  y muy probablemente ese fue el momento en el que Le Pen entendió que se enfrentaba a un adversario formidable y que ni con toda la ayuda del Kremlin podría derrotarlo. Ahora le pido, querido lector, que trate de imaginar a Peña Nieto, el ladrón pusilánime que nos gobierna, en una situación similar. ¿Cree usted que ese monigote acartonado, inepto, ignorante y sin un átomo de autenticidad en el cuerpo, al que sólo le permiten aparecer entre paleros y en actos burdamente coreografiados, sería capaz de exhibir una fracción de la audacia y la honorabilidad que demostró Macron? ¿Puede usted nombrar a un solo político mexicano que se portaría a la altura en esas circunstancias?

La respuesta a ambas interrogantes es dolorosamente obvia, pero vale la pena formularlas porque el domingo pasado, en cuanto se confirmó el esperanzador triunfo de Macron, muchísimos mexicanos lanzaron al unísono y de manera espontánea la misma pregunta a través de las redes sociales: ¿será posible que algún día emerja un Macron en México? Personalmente pienso que no viviremos para ver ese milagro. Y no lo digo solamente porque no existe un personaje con ese perfil y de ese calibre entre nuestra clase política, ni porque la partidocracia que nos asfixia ha diseñado un sistema electoral en el que los candidatos independientes llevan las de perder y que ni siquiera cuenta con una segunda vuelta. No, la principal razón por la que creo imposible que surja un Macron mexicano, al menos en el futuro cercano, es que no tenemos un electorado lo suficientemente sofisticado como para votar por un político que lo trate con respeto, le diga la verdad y se abstenga de hacerle promesas imposibles de cumplir.

La democracia, como la vida misma, es el reino de lo inacabado, de lo imperfecto, de la negociación, del consenso y de la reforma gradual, y un pueblo sin cultura democrática como el mexicano jamás apreciará o seguirá a un líder tan racional, realista y pragmático como Macron,  ni se dejará seducir por un candidato que se obstine en hablarle sin rodeos ni engaños y que, consciente de la complejidad de la existencia, se niegue a dictar dogmas ideológicos o a dividir el mundo de forma maniquea entre buenos y malos. Sí, Churchill fue un hombre excepcional y todo parece indicar que también Macron lo es,  pero el éxito de ambos es indisociable del refinamiento de los pueblos que los engendraron y los convirtieron en sus líderes.