La autonomía universitaria

Don Justo Sierra, fundador de la moderna Universidad, esbozaba ya una noción de autonomía al señalar que la enseñanza superior, al igual que la ciencia, no tiene otra ley que el método, y que debía estar fuera del alcance del gobierno.

Es importante tener presente el contexto en que se gestó la autonomía universitaria, que se plasmó por primera vez en la Ley Orgánica de 1929.

Creada en 1910, todavía en el régimen porfirista, la Universidad Nacional de México pudo subsistir en esa época revolucionaria, su­jeta a fuertes presiones. Como expresión de las mismas y como antece­dentes de la Ley de Autonomía cabe mencionar que Victoriano Huerta hizo expedir una Ley de la Universidad Nacional en abril de 1914, que abrogaba la de 1910; en septiembre de ese mismo año, Venustiano Carranza desconoció esa ley y, mediante un decreto, derogó varios de los artículos de la Ley Constitutiva de la Universidad Nacional de 1910.

En julio de 1929, luego de una huelga estudiantil en los meses de mayo y junio, se autorizó por primera vez la autonomía de la Universidad, aunque de manera parcial; lo anterior, porque, entre otras cosas, se facultaba al Consejo Universitario para designar al rector de una terna de candidatos presentada por el Presidente de la República, el cual se reservaba el derecho de vetar resoluciones del mismo; además, se obligaba a rendir informes anuales al Presidente, al Congreso y a la Secretaría de Educación Pública.

Pocos años después, se emitió una nueva Ley Orgánica, en 1933, luego de la famosa polémica entre Antonio Caso y Vicente Lombardo Toledano, en la que se reconocía una mayor autonomía a la Universidad, en particular, la elección del rector era directamente hecha por el Consejo Universitario sin intervención gubernamental.

No fue sino hasta 1945, con la promulgación de la Ley Orgánica todavía vigente, que se precisaron de mejor manera los mecanismos institucionales que han dado estabilidad a la Universidad, como la regulación de la Junta de Gobierno y el equilibrio entre los diversos cuerpos colegiados para la toma de decisiones y la adopción de normas para el desarrollo de sus funciones.

Con serias reservas en las dos primeras leyes orgánicas de la UNAM, y en forma más plena en la de 1945, el Estado implícitamente ha aceptado que sin el atributo de la autonomía, la Universidad estaría incompleta, ya que no podría realizar con eficacia sus labores de investigación, de docencia y de difusión de la cultura.