Je suis Bruxellois

Por Oscar E. Gastélum:

«We never cease to be astonished at the passing of time: “Look at him! Only yesterday, it seems, he was still a tiny kid, and now he is bald, with a big moustache; a married man and a father!” This shows clearly that time is not our natural element: would a fish ever be surprised by the wetness of water? For our true motherland is eternity; we are the mere passing guests of time. Nevertheless, it is within the bonds of time that man builds the cathedral of Chartres, paints the Sistine Chapel and plays the seven-string zither—which inspired William Blake’s luminous intuition: “Eternity is in love with the productions of time”.»

Simon Leys

«Soledad… Yo no creo como ellos creen, no vivo como ellos viven, no amo como ellos aman… Moriré como ellos mueren.»

Marguerite Yourcenar

Nuevamente le tocó a Bélgica ser blanco de la repelente y fanática sevicia de los fundamentalistas islámicos. Bélgica, esa pequeña y civilizada democracia cuya capital es también capital de Europa y sede de la OTAN, pero que en los últimos lustros, gracias en parte a la vulnerabilidad de sus modestos servicios de seguridad y al flujo constante de dinero saudí para la construcción de mezquitas desde donde se predica un salafismo beligerante y resentido, se ha transformado en un hervidero de asesinos sanguinarios y mojigatos, en el mayor exportador per cápita de reclutas de ISIS y en la principal base europea del terrorismo islámico.

Bélgica, patria de la inmensa Marguerite Yourcenar, autora de esa catedral de la literatura universal titulada “Memorias de Adriano” y de un puñado de cuentos deslumbrantes. Del lúcido y valiente Simon Leys, erudito y lúcido sinólogo que se echó encima a todo el establishment de la literatura francesa en los años 70 al denunciar el inenarrable y obtuso horror del maoísmo. De Jaques Brel, aquel melodramático y vehemente trovador que elevó a la “chanson” francesa a alturas insospechadas e insuperables. Y de esa encarnación de la belleza y la elegancia que se bautizó a sí misma como Audrey Hepburn, el modelo más perfecto de esa especie semidivina hoy prácticamente extinta que fue la diva hollywoodense.

Y cómo olvidar Bruges, ese paradójico paraíso medieval. O el exquisito chocolate belga. O la omnipresente y deliciosa Stella Artois, y el resto de sus sabrosas y excéntricas cervezas. Y, por si todo esto fuera poco, en un plano todavía más personal me siento obligado a recordar que tuve la fortuna de pasar buena parte de mi infancia y primera adolescencia acompañado por un amigo de origen belga que fue un modelo de nobleza, fidelidad y belleza. Me refiero a Rocco mi majestuoso pastor belga groenendael, que combinaba su intimidante pinta de lobo (enormes colmillos blancos y pelaje lustroso, más negro que una noche sin luna) con un carácter dulce y bonachón, pero implacable a la hora de defender a su joven amo y a su hogar.

Sí, la entrañable Bélgica ha sido víctima de un crimen brutal y obsceno, y su cuerpo social está infectado con el virus del islam más violento, mojigato y patéticamente victimista. Pero para empezar siquiera a curar la virulenta afección que le aqueja a ella y a buena parte de Europa, y para hacerle justicia a las víctimas de esta nueva vileza, habría que seguir luchando en contra de las nocivas mentiras “piadosas” que la izquierda reaccionaria, enferma de relativismo postmoderno y masoquismo suicida, se empeña en difundir; e insistir, con argumentos sólidos y evidencia incontrovertible, en lo obvio: la raíz de esta sádica barbarie es el islam, hoy por hoy el más peligroso y violento de los monoteísmos.

Para sustentar lo que digo, he aquí algunos escalofriantes datos revelados por una encuesta sobre actitudes y creencias al interior de la comunidad islámica global, levantada por Pew Research en 2014:

  • Existen 1.6 billones de musulmanes en el mundo.
  • 1.29 billones creen que la mujer debe obedecer siempre al hombre. Intuyo que se refieren exclusivamente a su marido, su padre o su hermano.
  • 1.1 billones desean imponer la ley sharia, ese compendio de interdicciones medievales y castigos salvajes, sobre el resto de la humanidad, borrando de un tajo la separación entre iglesia y estado ahí donde exista.
  • 748 millones creen que el adulterio debe ser castigado con la muerte (castigo que, no lo olvidemos, suele aplicarse casi exclusivamente en contra de mujeres).
  • 584 millones creen que abandonar el islam es un crimen y que todo “apóstata” debe ser ejecutado.

Esos son sólo unos cuantos, espeluznantes, botones de muestra. Estadísticas frías y objetivas que no pueden ser descalificadas tildándolas estúpida y perezosamente de “islamófobas”.

Ante tan abrumadora evidencia, a nadie debería extrañarle que una cultura ultraconservadora y misógina, que contamina la mente de sus hijos desde la más tierna infancia con ideas tan tóxicas como las antes expuestas, engendre tantos monstruos decididos a llevar la teoría a la práctica, asesinando a la mayor cantidad de infieles y apóstatas posible. Es por eso que la reforma del islam es una tarea urgente e inaplazable, y que la izquierda verdaderamente progresista de Occidente debe hacer todo lo que esté a su alcance para apoyar a la minoría más oprimida del mundo: los musulmanes moderados que todos los días exponen sus vidas tratando de liberar a los suyos, modernizando su cultura y su fe.

Insistir en la cantaleta absurda de que el islam es una “religión de paz” sólo agravará las cosas, pues un electorado comprensiblemente harto de esta amenaza constante y de la cobardía de buena parte de la izquierda, no dudará en acudir a Trump, y a sus súbitamente ubicuos y fortalecidos camaradas de la internacional ultraderechista, en busca de auxilio. Y es que al menos ellos tienen el valor suficiente para decir en voz alta que el islam es la raíz de este complejo problema, aunque desgraciadamente esa sea su única virtud conocida, y sus innumerables defectos y tendencias fascistoides sean tan peligrosos para la supervivencia de nuestra portentosa y frágil civilización como el propio islamofascismo.