Por @Bvlxp:

Por principio, gritarle cosas a la gente en la calle está mal. Habitar nuestra ciudad y nuestro país es un asunto muy sufrido porque en ellos las reglas mínimas de convivencia son atropelladas constantemente: los habitantes de departamentos minúsculos hacen fiestas con bocinas y DJ como si tuvieran una casa con jardín o vivieran en el descampado; la gente es muy perezosa para poner la basura en su lugar; los automovilistas estacionan el coche donde les conviene y no donde va; los ciclistas invaden las banquetas del peatón cobijados por su autoasumida superioridad moral. Entiendo que gritarle obscenidades a una mujer en la calle le arrebata cosas que quienes les gritan ni siquiera pueden empezar a imaginarse: la paz, la seguridad, la confianza. He sido testigo de gritos humillantes y francamente asquerosos; de miradas que le arrebatarían a cualquiera la tranquilidad.

Sin embargo, de las interacciones no pedidas, el grito es la de intensidad más baja: una expresión que normalmente se queda en eso, siendo que existen otras formas más intrusivas de las cuales las mujeres son víctimas en la calle. Hay de interacciones no pedidas a interacciones no pedidas. Aprender a modular y a ponderar es una de las herramientas fundamentales del buen vivir. No es lo mismo, por ejemplo, gritar «guapa» que «sabrosa», como tampoco es lo mismo recibir un «guapa» que alguno de los piropos de vertiente más, digamos, albañilesca.

El reciente escandalito de Internet tuvo a Tamara de Anda, una mujer que tiene una cuenta de Twitter que es leída por miles de personas, columna en el periódico El Universal y programa de radio en Grupo Fórmula, es decir, una mujer empoderada, llevando el «piropo» de un taxista ante la justicia cívica. En una extraña valoración del Artículo 23 de la Ley de Cultura Cívica de la Ciudad de México, un juez cívico consideró que se había cometido una infracción contra la dignidad de la denunciante al ser «vejada» verbalmente por el individuo. A fin de dar contexto sobre la aplicabilidad de la sanción en el caso concreto y valorarlo de forma integral y sistemática, en este precepto legal la conducta está agrupada con otras que se consideran de similar naturaleza y grado de gravedad como permitir a menores de edad el acceso a lugares a los que expresamente les esté prohibido; propinar a una persona, en forma intencional y fuera de riña, golpes que no le causen lesión; y causar lesiones que tarden menos de quince días en sanar. Valorada así, la determinación del juez resulta por lo menos cuestionable sino es que francamente escandalosa.

Como el poder de las palabras y el contexto importan, no es trivial que haya sido «guapa» y no cualquier otra cosa lo que le gritaron a De Anda y que haya sido expresada de lejos: desde adentro de un coche en la calle hacia la banqueta. Desde cualquier punto de vista, pero también desde el legal, importan palabra y contexto para poder determinar una sanción, es decir, para considerar que el vocablo y la situación en este caso pueden considerarse vejatorios. Aunado a lo anterior, De Anda declaró en una entrevista radiofónica[1]que no se había sentido ofendida por el acto del taxista pero que de igual modo lo consideró inaceptable y una oportunidad de experimentar a ver qué pasaba: situación de oro para avanzar su agenda feminista. Con esto, el pretexto justiciero y legaloide de De Anda, de por sí de fundamento jurídico endeble, queda completamente expuesto. Ella habla del asunto como un caso de hacer justicia, pero no puede existir una reparación justa donde no hay agravio y donde se han vulnerado las garantías de una persona en situación de franca desigualdad social e incluso jurídica en la búsqueda de avanzar una agenda de lo bueno. Si esta es la idea del feminismo de hacerse escuchar y respetar, dudo que su camino nos lleve a un sitio de entendimiento y armonía social.

El feminismo blanco, el feminismo urbano, el feminismo clasemediero quiere hacernos creer no sólo que el acoso es un saco en el que cabe cualquier expresión incómoda sino también que es un asunto de justicia, cuando en realidad es un asunto cultural. Bajo la perspectiva legal, recibir «guapa» no es distinto a recibir un «pendejo» en el tráfico. Cuando arriba hablo de desigualdad jurídica pienso en la reacción que tuvo el oficial de tránsito ante la denuncia de De Anda y la reacción que tendría si viniera yo a acusar que el chofer del pesero me mentó la madre. Es fundamental que las autoridades competentes en materia de justicia cívica estén capacitadas y sean firmes en la aplicación estricta, justa y proporcional de la ley, porque es previsible que ante este episodio se presente una cascada de denuncias. Los operadores jurídicos no deben de perder de vista que ante una mujer indignada o jugando a mover la maquinaria legal, hay un hombre cuya libertad (así sea por unas horas) y reputación social están en juego. Al final, en el centro del conflicto, de lo que hablamos aquí no es de un asunto menor sino del castigo estatal por la utilización de palabras.

Sin preocuparse por investigar de forma seria la pulsión que lleva a ciertos hombres a «piropear» a una mujer, el feminismo romacondechi extrapola sin pudor que el piropo se hace con la intención expresa de vulnerar a la mujer y que constituye el primer paso hacia una violación. Del mismo modo uno puede extrapolar que la falta de modulación y capacidad de negociación con la realidad puede llevar a excesos, a castigos desproporcionados, a sanciones sociales como arruinar reputaciones, así como a fenómenos mucho más peligrosos como la formación de bandas extorsionadoras que se aprovechan de la tipificación del acoso sexual para extorsionar pasajeros inocentes en el Metro.

Como en otros asuntos prioritarios de la agenda del neofeminismo, estamos ante el ansia de notoriedad, de destacar en la sororidad, de ganar la nota, de avanzar la agenda. Estamos ante modernitas berrinchudas que carecen de modulación y compasión, que no saben lidiar ni negociar con el mundo; mujeres cuya cuenta de Twitter en vez de abrirles la mente, las ha hecho más conservadoras y abyectas, las ha empeñado en que el mundo sea exacto a sus 140 caracteres y a los de sus diez amigos; activistas cuya realidad mental es la Roma/Condesa y la quieren lo más esterilizada que se pueda.

La corrección política tiene el mérito de hacernos sentir bien con nosotros mismos y en armonía con el mundo, pero en ocasiones como ésta, las batallas puramente ideológicas o culturales tienen consecuencias reales y concretas que no sirven para avanzar derechos (como, por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo) en beneficio de muchos y sin detrimento de nadie. La punibilidad aplicada a batallas ideológicas es propia de regímenes autoritarios.

Mire usted: no grite cosas en la calle porque es muy naco; no lo haga porque está mal; no lo haga porque no se vale y queda usted como un perdedor, como tocando con palabras algo a lo que nunca podría acercarse de otro modo. Pero sobre todo no lo haga porque ahí afuera hay extorsionadores que se dedican a lucrar con una legalidad frágil y un sesgo judicial en favor de la mujer, y también porque hay señoras que aún no se acaban de criar que lo van a considerar a usted un huesito muy apetecible de roer.

[1] Entrevista del 21 de marzo de 2017 con Chumel Torres en Radiofórmula.