Por Isabel Hion:
En “El Viajero, la larva y la torre” Alberto Manguel habla del mundo como un gran libro que se lee e interpreta, y de la visión del libro de la vida como una forma de extender nuestras ideas precarias respecto a la lectura. ¿Es un libro todo lo que puede ser leído, o se lee todo además de los libros? Desde una cultura que se ha enfocado en leer todo aquello que pertenezca a la palabra, y que ha dejado de lado todo aquello que no sea parte de ella, vale la pena preguntarse una vez más si acaso nos ha servido lo suficiente el apegarnos tanto sólo a la lectura y comprensión del lenguaje escrito, para dejar de lado todo lo demás. O mejor dicho: leemos todo aquello que la sociedad nos ha dicho puede leerse, y nos vemos desconectados de una sociedad y un mundo que ruega lo leamos desde otras lentes y a partir de nuevas formas de entendimiento.
Los signos están ahí, también los símbolos, los colores, las formas, las texturas. Los sonidos también pueden leerse, al igual que toda clase de movimientos. Desde esta perspectiva, podríamos contemplar el que toda manifestación de vida está propensa a la lectura, aunque lo hayamos ignorado durante tanto tiempo. Leer los gestos de las personas es importante; su voz, sus ojos, movimientos corpóreos sutiles y transparentes. Leer y empatizar podría ser la clave.
Estudios sobre la lectura de literatura afirman que pueden ayudar a una persona a expandir su rango de empatía. Imaginar a cualquier personaje de Dostoyevski puede permitirnos comprender un poco al criminal, sin que olvidemos su naturaleza como personaje de ficción. Leer el mundo puede permitirnos lo mismo; ahondar, expandir, nutrirnos, reconfigurarnos, preguntarnos una y otra vez qué estamos haciendo bien y qué estamos haciendo horriblemente mal. Si limitamos nuestra idea de lectura a los libros y a la palabra, dejamos de lado todo aquello de lo que se compone nuestra experiencia de vida. Leer a quien tenemos al lado puede ayudarnos a comprender un poco la línea tan delgada que nos separa de todos los demás. ¿Será que eso es lo que necesitamos, más que nunca? Sabernos tan parecidos.
Las ferias de libros y festivales culturales nos acercan al mundo del arte; a todo lo que nos han dicho nutre nuestro espíritu. Pero la frialdad con la que se toma un libro, leerlo y pregonar al respecto es desconcertante. ¿De qué sirve leer si no nos permitirá acercarnos al otro y comprendernos como individuos, colectivo y especie? Miles de años de conocimiento puestos en páginas deberían de servir de algo para más que sólo hacer sentir inferior al otro porque no lee lo suficiente; el “mínimo requerido” para ser catalogado como ser humano útil. ¿Y quién sí es verdaderamente útil? ¿Por qué utilizamos la concepción de “útil” desde su connotación más burda, más vacía? La lectura es útil, pero tal vez no para lo que nos han hecho creer. Leer es útil, pero no la lectura de la que nos han hablado. Leer el corazón ajeno, la vida de alguien más; sus dilemas, su pasado y presente. El libro por sí solo es un objeto frío que el lector vuelve cálido y vivo. El mundo podría ser un lugar menos inhóspito, más congruente, si decidiéramos aprender a leerlo, leer en general. No basta repetir la palabra, guardarla en la memoria y repetirla bajo los reflectores. Leamos el mundo más allá del lenguaje que nos han enseñado. Leamos desde adentro, con aquello que nos conecta directamente a los demás. Lo necesitamos, y nos necesitamos.