Fascismo del Siglo XXI

Por Oscar E. Gastélum:

“When the economy crashes, when the country goes to total hell and everything is a disaster. Then you’ll have riots to go back to where we used to be when we were great.”

* Donald Trump

“I’m a Leninist. Lenin wanted to destroy the state, and that’s my goal too. I want to bring everything crashing down, and destroy all of

today’s establishment.”

* Steve Bannon

A estas alturas de 2016 ya es una obviedad redundante decir que vivimos días aciagos. Los valores más sagrados de Occidente, esa cultura a la que amo profundamente, están desapareciendo frente nuestros ojos, envueltos en un torbellino de vulgaridad, estupidez, odio y mentiras; y la posibilidad de una profunda y prolongada involución civilizatoria es más alta que nunca en nuestras vidas. En las últimas semanas, Donald Trump ha humillado a sus apologistas y a los profetas del optimismo hueco e injustificado, reclutando a una auténtica jauría de lobos para custodiar a la oveja democrática, confirmando que el demagogo anaranjado planea encabezar un proyecto radicalmente destructivo, dándole rienda suelta a las fuerzas políticas más tenebrosas del mundo y a los impulsos más perversos de la naturaleza humana, en lo que seguramente será una revuelta obscurantista con consecuencias imprevisibles.

Y no podría ser de otra forma, pues como he venido repitiendo durante meses, Trump no es un político normal. Sus ideas, por llamarlas de alguna manera, y sus valores, o más bien la ausencia absoluta de los mismos, lo alejan completamente de la derecha democrática y de la honorable tradición conservadora. Pues no hay nada que Trump y su ideólogo y propagandista de cabecera Steve Bannon quieran conservar, todo lo contrario, lo que estos nihilistas radicales buscan es prenderle fuego al sistema democrático liberal y extirpar sus valores de raíz, instaurando una nueva era antimoderna en la que, hablar públicamente de las bondades del etnonacionalismo, por ejemplo, sea perfectamente natural y respetable. Pero esa nostalgia reaccionaria por las tinieblas de las que nos arrancó la Ilustración tiene un nombre, y para evitar la cobarde tentación normalizadora, lo mejor es pronunciarlo constantemente con todas sus letras e implicaciones: FASCISMO.

Desgraciadamente, en parte por vergüenza y en parte por miedo, el establishment político, periodístico y mediático norteamericano parece demasiado aturdido y reacio a reconocer que un demagogo fascista logró, con la ayuda de una potencia hostil también encabezada por un tirano fascista, apoderarse de la presidencia de la democracia moderna más antigua del planeta. Esa incredulidad ante semejante humillación histórica es comprensible pero tremendamente peligrosa, pues mientras este hecho indisputable no sea reconocido y asimilado, será imposible enfrentarlo con la decisión que amerita una amenaza existencial en contra de la constitución y los sagrados valores y derechos que contiene y garantiza. Sí, el fascismo es una ideología proteica, difusa y contradictoria. Regímenes muy diferentes entre sí han sido considerados fascistas y en la mayoría de los casos la categorización ha sido atinada. Pero el hecho de que se trate de un movimiento político e intelectual escurridizo y etéreo no le resta realidad ni toxicidad.

Enfrentado a la naturaleza inaprensible del fascismo, el legendario George Orwell ensayó la siguiente definición: “algo cruel, sin escrúpulos, arrogante, oscurantista, antiliberal y antiobrero”, y para completar esa descripción casi perfecta del trumpismo, el mítico escritor británico remató: “Salvo los pocos simpatizantes de los fascistas, casi cualquier inglés aceptaría ‘bravucón’ (bully en el inglés original) como sinónimo de ‘fascista’.” Por su parte, el gran intelectual italiano Umberto Eco, qué vivió su infancia en la Italia de Mussolini y engrosó la lista de personas excepcionales que perdimos este año, compiló catorce características fundamentales de lo que llamó el “fascismo eterno”, aclarando que para que un régimen pudiera ser considerado fascista no requería cumplir con todas, y una sola sería más que suficiente para abonarle el terreno a un movimiento protofascista. Sobra decir que el trumpismo cumple con todas y cada una de las propiedades enunciadas por Eco, pero, por cuestiones de espacio, me gustaría detenerme sólo en las que me parecen más perturbadoras y típicas de Trump y su movimiento:

* El culto a una tradición ilusoria o adulterada: En el caso del trumpismo, dicho culto se manifiesta a través de una nostalgia enfermiza por un pasado idealizado e imaginario y una grandeza supuestamente perdida. El siniestro eslogan “Make America Great Again”, encapsula a la perfección ese delirio.

* Desprecio por la modernidad: Cuando las deplorables masas que siguen a Trump expresan su odio por las “élites” está clarísimo que no se refieren a las económicas sino a las intelectuales (de otra manera no hubieran elegido como líder supremo a un billonario petulante que heredó su fortuna y vive rodeado de oro y mármoles preciosos, cual narcotraficante mexicano). Y su rabioso y resentido antiintelectualismo detesta con la misma intensidad a los científicos que nos alertan sobre las consecuencias del cambio climático, y a los aborrecidos liberales de las costas, con su moral licenciosa y forjada a base de valores modernos, más inspirados por la Ilustración que por dogmas religiosos. De hecho, lo que más ama esta gentuza de su detestable profeta anaranjado es que volvió a poner en circulación su vergonzante primitivismo y sus cavernarios prejuicios (racismo, sexismo, homofobia, etc.) enfrentando valerosamente a la malvada “corrección política” que en este contexto es sinónimo de decencia básica.

* Todo fascismo cultiva el miedo a la diferencia: Sí, todo movimiento fascista inicia definiéndose frente a la amenaza que representan los “otros”. En el caso de Trump esos otros son los mexicanos violadores y “bad hombres”, los musulmanes, las mujeres, los afroamericanos y toda aquella minoría o individuo que amenace los privilegios del hombre blanco.

* Todo fascismo surge de la frustración económica o política de una clase social: En el caso de la “clase trabajadora” que encumbró a Trump, es obvio que su frustración no es sólo, ni principalmente, económica, pues si así fuera los latinos y los afroamericanos, que le aportan millones de integrantes a dicha clase, también habrían votado masivamente por el mismo candidato. No es casual que el trumpismo sea avasalladoramente blanco, pues se alimenta de la ansiedad racial de un sector de la población tradicionalmente privilegiado que siente, con razón, que está perdiendo sus canonjías frente al ascenso demográfico de otros grupos étnicos.

* Todo fascismo es rabiosamente nacionalista: Y todo nacionalismo se fortalece ante las amenazas y complots, en la inmensa mayoría de los casos imaginarios, de enemigos extranjeros. De ahí que el trumpismo sea conspiracionista y antiglobalización. Para un trumpista pocas palabras están más cargadas de desprecio que el neologismo “globalista”. No olvidemos que durante su campaña Trump habló en innumerables ocasiones de un gran complot internacional de banqueros y pérfidos activistas “globales”, un mito tóxico y bastante trillado que suele desembocar en la madre de todas las teorías de la conspiración: el antisemitismo.

* Todo fascismo es machista: ¿Qué se puede decir de este punto, cuando más de 60 millones de subnormales decidieron votar por un simio nauseabundo que ha sido acusado de acoso sexual en múltiples ocasiones, se ha jactado públicamente de imponerle su repulsiva lascivia a mujeres indefensas y jamás ha ocultado su desprecio por las mujeres que se atreven a criticarlo o enfrentarlo (“such a nasty woman!”)?

* El fascismo habla en “neolengua”: La “neolengua” es un termino inventado por Orwell para referirse al lenguaje árido, simplista y profundamente deshonesto que suelen cultivar las tiranías. Nuevamente, ¿qué se le puede agregar a este punto en la era de la “postverdad” y las “noticias falsas”? Socavar los fundamentos de un consenso social básico y ofuscar la realidad con desinformación y falsedades descaradas le permite a cualquier tirano apoderarse de la verdad y manipularla a su antojo.

Por si todo esto no bastara para acreditar la naturaleza esencialmente fascista del trumpismo, sería útil recordar que Vladimir Putin, el gran aliado de Trump en el escenario internacional, el hombre que intervino pérfida y descaradamente en la elección norteamericana para garantizar el triunfo de su alma gemela ideológica, es también un fascista irredento. Y es que el gran gurú intelectual de Putin y su régimen autocrático es un pensador muy poco conocido en Occidente llamado Ivan Ilyin, autor que entre muchos otros textos, escribió un opúsculo titulado “Sobre el fascismo ruso”, afectuosamente dedicado en su momento a: “Mis hermanos Blancos, los fascistas”. El culto de la cleptocracia putinista por Ilyin ha llevado a Putin y a Medvedev a citarlo constantemente en sus discursos y a imponerle su lectura a la burocracia y los estudiantes rusos. E incluso, en un gesto de devoción insólito, Putin mandó exhumar el cadáver de su ídolo para repatriarlo desde Suiza, donde murió exiliado en 1954.

Decía Jaques Julliard que, por respeto a sus víctimas, la palabra fascismo debía usarse con mucho cuidado, evitando gritar “¡un lobo!” cada vez que aparecía un perro callejero. El problema para nosotros en esta ominosa coyuntura histórica, es que una jauría de lobos hambrientos recorren nuestras calles, listos para devorarnos, pero muchos de nuestros periodistas, intelectuales, empresarios y políticos aún quieren creer que son inofensivos perritos callejeros…