Por Frank Lozano:
Independientemente de quién gane las elecciones del próximo 8 de noviembre, Estados Unidos ya perdió. En primer lugar, su democracia acentuó uno de los aspectos más singulares que posee: el ataque. Nunca antes la destrucción del adversario se había llevado a niveles tan bajos como lo visto durante esta contienda.
Los debates perdieron su esencia deliberativa para situarse en el plano del entretenimiento vulgar. El papel de los medios, que en cada elección han jugado abiertamente a favor o en contra de los candidatos, en esta contienda se ha convertido en el de flagrantes voceros de unos y de otros. El rol de las instituciones de gobierno que inclinan la balanza hacia uno u otro lado, como puede ser la Presidencia misma o el FBI.
Esta ha sido una elección sin puntos intermedios. Y una elección en esas condiciones termina por polarizarlo todo. El mayor daño y la mayor pérdida para los Estados Unidos, es que, sin saberlo, han entrado en una espiral de descomposición social y política cuyo hilo conductor es, por una parte, la desconfianza, y por la otra, el resentimiento.
¿Cómo va a lidiar el próximo presidente de Estados Unidos con el ánimo de los ciudadanos? ¿Cómo le hará para que las heridas sociales sanen? ¿Cómo hará para que los grupos de odio no escalen sus demandas, su visibilidad?
En ese sentido, quien gane, llegará debilitado a ocupar una silla que, antes que nada, requiere absoluta legitimidad. Si Clinton gana, Trump no aceptará los resultados, hablará de conspiraciones para derrotarlo. Denunciará un fraude. Es posible que lleve a las calles su lucha y arrastre en ella a miles de personas. Clinton no representa el cambio, sino la continuidad. Clinton es el mal menor, incluso para un votante indeciso. Pero con el triunfo de Clinton, Estados Unidos estará lejos de reinventarse. Trump ha degradado tanto la imagen de Hilary entre sus seguidores, que su eventual presidencia será una de las más débiles que se hayan visto.
Si Trump gana, ganará con él el resentimiento de millones de personas que han visto cómo, en sus propias narices, su estilo de vida se ha esfumado. Ganarán los que odian y excluyen, tendrán un pretexto para exigir que sus agendas sean escuchadas y atendidas.
Un eventual triunfo de Trump significaría una derrota moral y cultural para los Estados Unidos. Con su posible victoria, se derribará la idea de que Estados Unidos es un país poderoso. El poder de un país radica principalmente en su gente. Si su gente es capaz de llevar a la presidencia a un idiota despreciable, entonces su poderío es su gran debilidad. Eso parece saberlo muy bien Putin.
Sin duda, la democracia americana ha entrado en shock. Las campañas han obrado sigilosamente una reconfiguración política interna que ha hecho visibles a los monstruos debajo de la cama. Tristemente, ni Clinton ni Trump cuentan con la solvencia moral para revertir el gran daño que esta elección le ha hecho a su propia gente.
Nunca antes una elección en los Estados Unidos había sido tan importante no solo para los directamente interesados, sino para todo el mundo. Entre optar por el establishment o elegir la aventura de un retrógrada, el pueblo americano debe saber que se está jugando su presente y su futuro; y en cierta medida, el presente y el futuro de todos.