Por Oscar E. Gastélum:
“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces.”
Mateo, 7:15
Nunca he ocultado que Jorge Mario Bergoglio, mejor conocido en el mundo de la farándula como “Francisco”, no es santo de mi devoción. Su discurso falsamente conciliador y reformista contrasta feamente con su pasividad a la hora de producir cambios concretos en la ley canónica, y, para todo aquel que hurgue más allá de sus farisaicos discursos, está clarísimo que la inmensa mayoría de sus acciones han sido tan o más conservadoras que las de las momias que lo precedieron en el cargo.
Además, el frívolo entusiasmo que su discurso hueco e hipócrita ha despertado en algunos progres despistados, me ha confirmado que hay pocas cosas más peligrosas que un lobo con piel de oveja y talento para balar. Por eso prefiero la brutal honestidad de un Ratzinger, aquel vejete detestablemente reaccionario y con rostro de villano de novela de Umberto Eco, o la del propio Wojtyla que, a pesar de esconderse detrás de una fachada de anciano bonachón, no dudaba en aullar sus ideas fascistoides y cavernarias a la menor provocación.
Bergoglio, en cambio, con conmovedora modestia, se presenta a sí mismo como “el Papa de los pobres”, aportando como única evidencia de tan arrogante afirmación dos o tres gestos de humildad impostada y superficial sacados directamente del manual de la demagogia populista latinoamericana. Mientras que en el terreno de los hechos, “Francisco” no ha movido ni un dedo para impulsar cambios de fondo en la institución que lidera y que, al obstinarse en fomentar el sometimiento de la mujer y al insistir dogmáticamente en la satanización de la anticoncepción, es la principal promotora de la miseria en el mundo.
Respecto al tema del abuso, violación y tortura sistemática de niños y adolescentes, cometidos por curas pederastas bajo el cómplice manto protector de obispos, cardenales y Papas, Bergoglio ha usado la misma exitosa estrategia de hablar mucho y hacer absolutamente nada. Un día antes de arribar a México, patria de Marcial Maciel, fundador de los poderosísimos Legionarios de Cristo y violador en serie de niños y adolescentes, el Vaticano publicó una guía en la que, a pesar del discurso de “cero tolerancia” que tanto había cacareado Bergoglio, se exime a los obispos de la obligación de reportar ante las autoridades civiles a los curas violadores, perpetuando el círculo vicioso del encubrimiento y la impunidad.
Por todo esto es que no me trago el cuento, difundido por algunos periodistas y voceros oficiosos, de que Bergoglio se sintió incómodo y fuera de lugar al ser recibido en el hangar presidencial por buena parte de la fatua y esperpéntica oligarquía nacional. Esa pandilla de ladrones y arribistas, con ínfulas ridículamente aristocráticas, que suelen enjuagarse la sangre de las manos con agua bendita, y creen que al llevar a sus cachorros a tomarse una “selfie” con el “Papa de los pobres”, están inculcándoles valores éticos y morales. No, Francisco no estaba fuera de lugar entre la escoria de este país putrefacto, pues ese es precisamente el lugar que le corresponde al líder farsante de una iglesia corrupta, obscurantista y promotora del odio a la diferencia.
Prueba contundente de lo que afirmo es la indigna negativa de Bergoglio a reunirse con los incansables padres de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala en 2014, seguramente por miedo a incomodar u ofender al régimen corrupto e inepto que lo recibió tan generosamente y al ladronzuelo ignorante que lo encabeza y que, con descaro insuperable, puso un Estado supuestamente laico al servicio de la religión que él, su parentela y la inmensa mayoría de sus votantes dicen profesar. Invirtiendo una fortuna del erario público en agasajar y pasear a un líder religioso, con la mal disimulada intención de colgarse, grotesca y desesperadamente, de la supuesta popularidad papal y así rehabilitar su propia imagen, dañada irreparablemente por sus múltiples fracasos políticos, sociales y económicos.
Y es que ahora que lo pienso, Bergoglio y nuestro impresentable presidente, el Licenciado Enrique Peña Nieto, tienen muchas cosas en común. Pues los dos son personajes ridículamente primitivos pero con delirantes ínfulas modernizadoras y reformistas. Uno vive obstinado en robar y en proteger a sus camaradas ladrones y el otro en perpetuar una ideología obscurantista y en garantizar la impunidad de sus cofrades pederastas. Ambos son productos diseñados por expertos en mercadotecnia contratados por dos instituciones antediluvianas y decadentes, el PRI y la iglesia católica, desesperadas por sobrevivir y encontrar un lugar en el mundo moderno. Un par de tristes y obedientes peleles a los que se les ha ordenado recitar odas en honor al cambio para que todo pueda seguir igual.
Pero dentro de todo lo malo acarreado por la visita papal, incluyendo la violación descarada del principio de laicidad y esas vomitivas expresiones públicas de fervor religioso protagonizadas por una clase política sin escrúpulos ni vergüenza y por una élite económica obscenamente rica pero moralmente en quiebra, debo rescatar una señal de esperanza que podría presagiar un futuro mejor para este pobre país sin remedio.
Me refiero a la bajísima asistencia de gente común y corriente a los actos papales, hecho insólito y francamente inesperado que fue reportado en prácticamente todas las notas y crónicas periodísticas publicadas en estos días. Obviamente no faltaron subnormales que desde las vallas dieron gritos histéricos dignos de una fan adolescente de Justin Bieber ante el paso del “papamóvil”, pero lejos quedaron aquellos océanos de gente movilizados por Wojtyla en sus mejores días.
Parece que el discurso hipócrita y la humildad ostentosa de Bergoglio, ardides que tanto éxito le han dado entre intelectuales progres, y que lograron incluso seducir a Andrés Manuel López Obrador, el decrépito y caricaturesco caudillo de la izquierda mexicana, no han tenido el mismo impacto en el feligrés promedio. O quizá estemos atestiguando el inicio de la anhelada maduración cívica e intelectual del pueblo mexicano, y su gradual alejamiento de la superstición como falso consuelo y débil analgésico ante la miseria cotidiana. No me hago demasiadas ilusiones al respecto, pero el solo hecho de que este circo bochornoso haya fracasado entre las masas miserables y alienadas, merece ser celebrado.