El otro día de la patria

Por Alejandro Rosas:

En 1921 se celebró el Centenario de la Consumación de la Independencia

¿Celebrar la Consumación de la Independencia? ¿Elevar a don Agustín de Iturbide al cielo de la Patria junto a Hidalgo y Morelos?, y en un acto de justicia ¿concederle también la paternidad de la Nación mexicana? Parecía una decisión disparatada. Propia, tal vez, de la reacción mexicana, de los mochos y “cangrejos” conservadores, pero no de un gobierno revolucionario, progresista y jacobino como el que representaba Álvaro Obregón en 1921.

Algunas voces revolucionarias, alarmadas tan sólo por la idea, recordaron que apenas unos años atrás, en 1914, Antonio Díaz Soto y Gama –intelectual zapatista y en 1921 obregonista- en plena Convención Revolucionaria había intentado destruir la bandera mexicana, porque con sus tres colores –verde, blanco y rojo-, Iturbide, el más reaccionario de los reaccionarios, logró unificar bandos que parecían irreconciliables y alcanzó a consumar la independencia, otorgándole a la Nueva España la calidad de Nación libre y soberana. Era imperdonable: la independencia era obra de Hidalgo, Morelos y Guerrero, pero jamás de Iturbide.

Y sin embargo, la familia revolucionaria, que ya entonces comenzaba su camaleónica vocación, olvidó su jacobinismo y decidió conmemorar el 27 de septiembre bajo una lógica típicamente revanchista: si en septiembre de 1910 el porfiriato había rendido honores a la Patria con las fastuosas fiestas del Centenario de la independencia, el nuevo gobierno emanado de la sacrosanta revolución no podía ser menos y echó su cuarto de espadas para celebrar el Centenario, pero de la Consumación de la Independencia.

“Aquel Centenario fue una humorada costosa”, escribiría años después José Vasconcelos. El gobierno de Obregón dejó de lado el significado histórico de la fecha y atendió más a la formas. Aún así, los festejos quedaron lejos de la expectación, el lucimiento y la alegría que recorrió el país en septiembre de 1910. Resultaba lógico: “Nunca se habían conmemorado los sucesos del Plan de Iguala y la proclamación de Iturbide, -escribió Vasconcelos- ni volvieron a conmemorarse después”.

En 1921, el gobierno de Obregón tuvo la posibilidad de realizar un acto de justicia, una reivindicación histórica y reconciliar a la nación mexicana -que apenas salía de terrible guerra fratricida-, a través del reconocimiento de una fecha de igualdad como lo había sido el 27 de septiembre de 1821. Pero lejos de hacerlo ratificó la sentencia que desde 1823 caía sobre la memoria histórica de Iturbide: estaba condenado al infierno cívico de la historia mexicana. La consumación de la independencia seguiría siendo una fecha más en los almanaques de la historia patria.

Una fecha olvidada

El 19 de julio de 1823, en un acto de legítima justicia, el Congreso declaró beneméritos de la Patria a Hidalgo, Morelos, Allende, Aldama, Jiménez, Abasolo, Galeana, Matamoros, a los Bravo, Moreno y a Mina –no obstante su conocido origen español. Y se ordenó el traslado de sus restos a la capital de la república para depositarlos con todos los honores en la Catedral.

El Congreso reconoció a casi todos los insurgentes que combatieron en las etapas previas a la consumación de la independencia. Y premeditadamente cometió un acto de omisión al negarse a otorgar un reconocimiento en vida, igualmente necesario, legítimo y justo, al caudillo que encabezó la consumación de la independencia. En pocos meses, don Agustín, había palpado la gloria y el infierno.

La fecha, por demás, parecía tener ciertos rasgos premonitoriamente macabros en la biografía de Iturbide. El 19 de julio de 1823 el Congreso le negó para siempre la patria potestad sobre la nación mexicana, que debía compartir con Hidalgo, Morelos y el resto de los insurgentes. Un año después, el mismo 19 de julio, el gobierno mexicano consumó la vida del “consumador”: sin considerar su papel en la independencia, ordenó su ejecución.

Iturbide jamás se vio asimismo como el héroe de héroes. Bajo su imperio en 1822, el Congreso decretó como días de indiscutible fiesta nacional el 16 y el 27 de septiembre. La primera fecha, porque en ella “fue herido de muerte” el virreinato novohispano; la segunda porque significaba la puntilla final, el tiro de gracia a los trescientos años de dominación española.

Puede decirse que el 27 de septiembre de 1821 –escribió Lucas Alamán a mediados del siglo XIX- ha sido el único día de puro entusiasmo y de gozo sin mezcla de recuerdos tristes o de anuncios de nuevas desgracias que han disfrutado los mexicanos.

Fue un momento fundacional, lleno de esperanzas. Marcaba para la posteridad el verdadero alumbramiento de la nueva nación y sólo bastaron tres años para que los odios de partido, la lucha de facciones y la intolerancia borrara de la memoria colectiva fecha tan memorable. Y como un gran drama histórico, hacia noviembre de 1824, cuando Iturbide ya se encontraba en el infierno cívico luego de ser fusilado el 19 de julio anterior, el exaltado Congreso expidió un decreto que suprimía el 27 de septiembre como “fiesta patriótica”, quedando como tales, exclusivamente el 16 de septiembre y el 4 de octubre -fecha de promulgación de la primera constitución de México. La consumación de la independencia había sido suprimida por decreto.

Mezquindad

“Nunca se había visto en Méjico –escribió Alamán- una columna de diez y seis mil hombres… El concurso numeroso que ocupaba las calles los recibió con los más vivos aplausos, que se dirigían especialmente al primer jefe Iturbide, objeto entonces del amor y admiración de todos. Las casas estaban adornadas con arcos de flores y colgaduras en que se presentaban en mil formas caprichosas los colores trigarantes, que las mujeres llevaban también en las cintas y moños de su vestidos y peinados. La alegría era universal. Los que lo vieron, conservan todavía fresca la memoria de aquellos momentos en que la satisfacción de haber obtenido una cosa largo tiempo deseada y la esperanza halagüeña de grandezas y prosperidades sin término, ensanchaban los ánimos y hacían latir de placer los corazones”.

El mérito de Iturbide –no conseguido por ninguno de los jefes insurgentes- fue lograr que la sociedad novohispana se viera así misma como parte de un todo. Creyera en la igualdad dentro del espacio común que representaba la nueva nación. Aquel 27 de septiembre, el país de la desigualdad –así llamado por Humboldt- dejaba de serlo y todos se reconocían bajo el mismo gentilicio: mexicanos.

Lejos quedaba la anárquica lucha de Hidalgo y las atrocidades que las tropas insurgentes habían cometido en Guanajuato. Pocos recordaban las disciplinadas y bien organizadas campañas militares de Morelos y su visionario proyecto de nación. Ni siquiera la férrea resistencia del decano de los insurgentes, Vicente Guerrero, era tan importante para opacar al hombre providencial que logró unir a todo el virreinato, y llevar a feliz término la lucha comenzada por Hidalgo.

La historia escrita por los liberales en el siglo XIX y por la familia revolucionaria en el XX –en ocasiones tristemente mezquina-, no quiso reconocer mérito alguno a Iturbide y ambas coincidieron en minimizar la significación histórica del 27 de septiembre, para establecer exclusivamente, la no menos importante del día 16. No era una fecha de los vencedores y por tanto no merecía un lugar en el calendario cívico oficial.

Pero si la consumación de la independencia no le fue reconocida a Iturbide, los colores que defendía su ejército, el trigarante, paradójicamente se convirtieron con el tiempo en perenne símbolo del nuevo país. “Tres garantías –escribió Justo Sierra-: ‘religión, unión e independencia’, materialmente simbolizadas en la bandera tricolor, adoptada por la Patria y divinizada por el río de sangre heroica que ha corrido por ella”.

La enseña patria fue el único triunfo que Iturbide le arrebató a la historia oficial. Nadie, ni sus enemigos ni sus detractores, pudieron arrebatarle tal honor. A través de los años, voces disonantes se han alzado infructuosamente para reivindicar el verdadero día de la Patria y a su infortunado caudillo.

A principios del siglo XX Francisco Bulnes escribió: “Espero que para el Centenario de 2110, dentro de doscientos años, se habrá reconocido que los tres héroes prominentes de nuestra independencia, fueron Hidalgo Morelos e Iturbide. Como los muertos no se cansan de reposar en sus tumbas, Iturbide bien puede esperar algunos cientos de años, a que el pueblo mexicano, en la plenitud de su cultura, le reconozca con moderados réditos lo que le debe. Mientras no se honre como debe ser a los verdaderos héroes de la independencia y se llegue hasta suprimir de los homenajes, la figura de uno o algunos de los más grandes, habrá derecho para decir que en las solemnes fiestas patrias… quedó vacío el lugar del primero de los personajes: la Justicia”.

Han transcurrido casi cien años desde que Bulnes escribió exigiendo la reivindicación del héroe de Iguala y el reconocimiento de la fecha que la historia registró como el nacimiento del México libre y soberano. Para desgracia de propios y extraños, como en muchos otros ámbitos de la vida mexicana de finales del siglo XX, la justicia histórica ha sido doblegada por la impunidad histórica. ¿Tienen que transcurrir otros cien años, antes de que Iturbide descanse en el seno de la Patria como uno más de sus hijos? ¿Será hasta el 2110, cuando la historia mexicana esté por encima de los odios de partido y las verdades absolutas? ¿Llegará el momento en que el 27 de septiembre sea reconocido como el día de la patria?

El propio don Agustín, desde su exilio en Liorna, Italia, vislumbró que el juicio de sus contemporáneos y de futuras generaciones podría ser tan adverso que concluyó sus memorias escribiendo: “Cuando instruyáis a vuestros hijos en historia de la Patria, inspiradles amor al primer jefe del ejército trigarante quien empleó el mejor tiempo de su vida en trabajar porque fuesen dichosos”.