El Ku Klux Klan Ama a Assange

Por Oscar E. Gastélum:

“As a member of the avant-garde who is capable of perceiving the conspiracy before it is fully obvious to an as yet unaroused public, the paranoid is a militant leader. He does not see social conflict as something to be mediated and compromised, in the manner of the working politician. Since what is at stake is always a conflict between absolute good and absolute evil, what is necessary is not compromise but the will to fight things out to a finish. Since the enemy is thought of as being totally evil and totally unappeasable, he must be totally eliminated–if not from the world, at least from the theatre of operations to which the paranoid directs his attention. This demand for total triumph leads to the formulation of hopelessly unrealistic goals, and since these goals are not even remotely attainable, failure constantly heightens the paranoid’s sense of frustration. Even partial success leaves him with the same feeling of powerlessness with which he began, and this in turn only strengthens his awareness of the vast and terrifying quality of the enemy he opposes.”

― Richard Hofstadter

“Let me never fall into the vulgar mistake of dreaming that I am persecuted whenever I am contradicted.”

― Ralph Waldo Emerson

Entre las múltiples y tóxicas modas intelectuales que exhiben el extravío de la izquierda mundial en esta era de crisis, confusión y vacío ideológico, pocas resultan tan preocupantemente frívolas como la idealización ácritica del “hacker”, ese insólito “héroe” de la progresía posmoderna. Un entusiasmo que jamás he podido comprender, pues el hecho de que buena parte de nuestra infraestructura virtual, y de nuestra información privada, sea tan vulnerable ante los peligrosos caprichos de un ejército anónimo de quinceañeros de todas las edades, gente con asombrosas habilidades cibernéticas pero con ideas y simpatías políticas impredecibles y, en la inmensa mayoría de los casos, pueriles y simplistas, me resulta tan aterrador como el más sombrío de los capítulos de Black Mirror.

Julian Assange es, por mucho, el ejemplo más egregio de esta deplorable fascinación. Y tal vez esté mal que yo lo diga, pero debo confesar que me siento muy orgulloso de jamás haber caído en las redes de su retórica “revolucionaria”, ni dejarme seducir por su supuesto carisma. Pues para mí Assange siempre fue transparente, y lo que vi desde el primer instante estaba muy lejos del heroísmo. Vi a un inescrupuloso charlatán, paranoico y perdidamente enamorado de sí mismo, armado con una ideología paupérrima y maniquea, pero ideal para reclutar almas afines y engañar incautos. El típico hijo mimado de Occidente que detesta irreflexivamente a la civilización que lo engendró y nutrió, y que está dispuesto a pactar con el diablo con tal de destruirla o hacerle el mayor daño posible.

No niego que en un inicio Wikileaks hizo dos o tres cosas interesantes y valiosas, pero incluso en ese entonces, tanto la organización como su fundador y líder absoluto ya daban muestras preocupantes de lo que estaba por venir. “No te concentres tanto en la personalidad de Assange y aprecia la importancia y magnitud de lo que Wikileaks está revelando”, solían decirme sus apologistas, pero siempre fue muy obvio que Assange y Wikileaks eran indisociables, pues el primero controlaba con puño de hierro a la segunda. Ese autoritarismo narcisista y paranoide es el que jamás permitió que Wikileaks despegara y se consolidara como una institución seria y al servicio de la humanidad, y terminó transformándola en una secta que ya sólo acoge a un puñado de fanáticos incondicionales del gran líder, pues sus colaboradores más valiosos e independientes huyeron despavoridos hace mucho tiempo y no se han cansado de denunciar a su antiguo camarada.

Pero entre todos los vicios y defectos de Assange quizá el más antiheróico de todos, y el más nocivo para el resto del mundo, sea su incurable e insondable cobardía. Pues no hay nada más opuesto al coraje de un Mandela, que pasó dos décadas en prisión y arriesgó su vida por sus ideales, que la pusilanimidad exhibida por Assange al recluirse en la embajada ecuatoriana en Londres para evadir a la justicia sueca, que no lo busca por ser un “héroe de la transparencia” sino por haber abusado sexualmente de dos mujeres en ese país escandinavo. Dos mujeres que, por cierto, han sido vejadas sin piedad por los devotos de su atacante y han visto sus reputaciones arrastradas por el fango ante la complacencia o la indiferencia de la “izquierda” internacional. Pero el cargo en contra de Assange está lejos de ser inverosímil, pues todo “líder iluminado” que se respete (de Osho a David Koresh, pasando por el Maharishi Mahesh Yogi o Jim Jones) empieza exigiendo la subordinación intelectual absoluta de sus seguidores y termina demandándole sumisión carnal a las mujeres de su secta.

Esa misma, incurable, cobardía fue la que arrojó a Assange a los brazos de su actual protector, Vladimir Putin, el corrupto y sanguinario déspota ruso, que acostumbra asesinar o encarcelar a periodistas críticos y a políticos opositores. ¿Cómo puede ser posible que un adalid de la “transparencia”, un idealista, un auténtico gurú de la izquierda internacional, como Assange colabore con semejante tirano? ¿Cómo pudo prestarse a ser la estrella de su propio programa televisivo en Russia Today, esa fosa séptica de propaganda putinista y antioccidental? ¿Por qué le recomendó a Edward Snowden refugiarse en Rusia, ese paraíso de las libertades civiles? ¿Por qué cometió la bajeza injustificable de enviar a Israel Shamir, un antisemita demente que niega el Holocausto, a reunirse con el dictador bielorruso Aleksandr Lukashenko, obediente marioneta del Kremlin, para entregarle información que Wikileaks tenía en su poder sobre disidentes de su régimen? ¿Por qué se rebajó a defender públicamente a su amo ruso cuando los Panama Papers revelaron las fortunas obscenas que tanto Putin como su círculo más cercano mantienen en paraísos fiscales?

Pero ni la cobardía ni el abyecto servilismo de Assange conocen límites, y la prueba más contundente de ello es su nuevo papel como publirrelacionista y esbirro digital al servicio de Donald J. Trump, el candidato favorito de Putin para ganar la presidencia de EEUU. Y hay que reconocer que Assange ha cumplido con la labor que le encomendaron sus amos en el Kremlin de manera ejemplar, atacando sin descanso a Hillary Clinton, convenciendo a miles de imbéciles de que la candidata demócrata es mucho peor que Trump, filtrando toneladas de correos electrónicos que espías y hackers rusos pusieron diligentemente a su disposición y que, a pesar de que no han revelado absolutamente nada escandaloso o explosivo, han servido como una valiosa distracción y han atizado las mismas teorías de la conspiración que la ultraderecha norteamericana ha alimentado durante más de treinta años, desde los tiempos en que, como primera dama, Hillary cometió el pecado imperdonable de meterse con el negocio de las aseguradoras y la industria farmacéutica tratando de crear un sistema de salud público y gratuito.

Si alguien quisiera evaluar el celo con el que Assange ha ejercido su nuevo papel como propagandista del emergente fascismo norteamericano, bastaría con echarle un ojo a la lista de sus nuevos admiradores y amigos. Lista que incluye a personajes tan nauseabundos como Sean Hannity, merolico fascistoide de Fox News que ya exigió un perdón presidencial para “Julian”, y David Duke, líder supremacista blanco y ex “Gran Mago” del Ku Klux Klan que súbitamente lo considera un “héroe”. Aunque parezca mentira, todavía hay progres “ingenuos” que se atreven a defender a Assange y a ese cascarón hueco en que transformó a Wikileaks, alegando que su deber como «periodista» es publicar información de interés público sin importar de dónde proceda o a qué político perjudique, e incluso se atreven a aderezar su necedad con la temeraria afirmación de que si Wikileaks tuviera información confidencial de Trump seguramente también la publicaría.

Pero para desacreditar esa farsa basta con analizar los tiempos que Assange ha elegido para publicar la información que los espías de Putin le proporcionaron con la intención de dañar a Clinton. Pues, misteriosamente, cada nueva entrega suele coincidir con un mal momento de la campaña trumpista, como cuando Hillary trapeó el suelo con el demagogo anaranjado en el primer debate, o más obvio aún, cuando apareció el video en que Trump se jactaba de tocar genitales femeninos sin el consentimiento de las mujeres agraviadas (Julian publicó los correos hackeados de John Podesta media hora después de que apareció el video). Pues en realidad Assange no se ha esforzado en lo más mínimo por ocultar sus verdaderas intenciones y sólo un estúpido o un fanático se atrevería a negar una realidad que está a la vista de quien quiera verla. De hecho, el descaro de Assange ha alienado hasta a sus aliados más empedernidos, como el demagogo Rafael Correa que, tras darle refugio en su embajada londinense, finalmente se percató de la bajísima estofa moral de la alimaña a la que ha protegido durante seis largos años y decidió cortarle el internet, en un intento desesperado por limitar su nociva influencia en la elección norteamericana.

Pero lo peor de todo es que la razón por la que Assange decidió convertirse en un fiel y útil lacayo al servicio del insólito eje fascista Kremlin-Trump Tower, no podría ser más obvia, cobarde y mezquina. Pues lo único que le interesa a este gallardo paladín  de la justicia es llevar a Trump a la Casa Blanca para que este le pague su servil lealtad con un perdón presidencial. Sí, Assange está dispuesto a exponer al mundo entero a las veleidades de un tirano fascista, racista e impredecible con tal de salvar su propio pellejo. Hace unos meses, cuando Wikileaks cometió uno más de sus imperdonables horrores, publicando información confidencial de mujeres turcas que habían sido víctimas de violación y abuso sexual, Edward Snowden esbozó una tímida crítica en Twitter, a la que Assange respondió con su característica malevolencia y agresividad acusándolo de querer congraciarse con Clinton para obtener nada más y nada menos que un perdón presidencial. El exabrupto de Assange es tan revelador como casi todo lo que dice y hace, pues proyectó sus propias, prístinas, intenciones en las de su colega.

Debe ser muy frustrante para Assange saber que, a pesar de todos sus esfuerzos, su aborrecida Hillary (según una filtración, Clinton alguna vez bromeó con asesinar a Assange con un drone y el payaso egocéntrico no puede perdonárselo) aventaja ampliamente a Trump en todas las encuestas. Pues a pesar de la fortaleza de ese mito que señala a Hillary como una pésima candidata que no entusiasma a nadie, parece que la curtida, comprometida, brillante y estudiosa nerd que aplastó a Trump en tres debates consecutivos, gracias a su dominio magistral de los temas y de las políticas públicas que tanto le apasionan y que planea implementar, no se va a conformar con hacer trizas a un político ultrapopular como Bernie Sanders (al que derrotó, no lo olvidemos nunca, por más de cuatro millones de votos) sino que además va a salvar a la civilización occidental de la peor amenaza que haya enfrentado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y todo ello pese a ser la candidata presidencial más vilipendiada, investigada, interrogada y hackeada de la historia. O quizá precisamente gracias a eso, porque a pesar de los incansables esfuerzos de Assange y sus camaradas de la ultraderecha y la ultraizquierda fascistoides, nunca nadie ha logrado encontrar algo verdaderamente comprometedor en el historial de la futura presidenta de EEUU.

Ojalá que las encuestas no se equivoquen y el martes ocho de noviembre el electorado norteamericano elija a la primera presidenta de su historia y consigne a Donald J. Trump al basurero de la historia. Muero por ver a ese demagogo fascista, racista, misógino y anaranjado teniendo que aceptar públicamente que una mujer le asestó la más humillante derrota de su trivial existencia. Pero también daría lo que fuera por tener la oportunidad de contemplar el rostro desencajado de su oportunista e inescrupuloso aliado australiano, ese otro charlatán bufonesco y narcisista que parece condenado a seguir enloqueciendo, más solo que nunca, en su autoimpuesta reclusión londinense. Sólo espero que sus nuevos amigos del Ku Klux Klan no lo abandonen y, en solidaridad con su nuevo héroe, quemen estrellas de David frente a su ventana…