El Encantador de Palomas y Solovinos

Por Oscar E. Gastélum:

“Tener ideología es no tener ideas. Éstas no son como las cerezas, sino que vienen sueltas, hasta el punto de que una misma persona puede juntar varias que se hallan en conflicto unas con otras. Las ideologías son, en cambio, como paquetes de ideas preestablecidos, conjuntos de tics fisonómicamente coherentes, como rasgos clasificatorios que se copertenecen en una taxonomía o tipología personal socialmente congelada.”

Rafael Sánchez Ferlosio

Debo comenzar estas líneas con una bochornosa confesión: Voté por Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales de 2006 y 2012. En 2006 estaba convencido de que el rotundo fracaso de Fox merecía un voto de castigo, y de que ya era hora de que la izquierda tuviera una oportunidad para tratar de transformar al país. Además, jamás me tragué la burda e indignante propaganda difundida por la desesperada oligarquía nacional, que trataba de presentar al popular “AMLO” como “un peligro” inédito para la patria y como la versión local de Hugo Chávez. Y es que López Obrador no era un coronel salido de un cuartel para dar un golpe militar sino un político del establishment, pragmático y moderado, que acababa de gobernar la capital del país sin mayores contratiempos y sin exhibir sus supuestas tendencias radicales. El hecho de que Fox haya utilizado de manera facciosa las instituciones del Estado para intentar despojarlo de sus derechos políticos, incrementó significativamente mi simpatía por el personaje.

Pero en 2012 mis razones fueron muy diferentes. Dicen por ahí que para conocer de verdad a un hombre hay que verlo derrotado, y el grotesco espectáculo que ofreció López Obrador tras su derrota electoral de 2006, derrota que le atribuyó a un fraude imaginario pero que él mismo provocó a base de necedad, arrogancia y errores incomprensibles e imperdonables durante la campaña, lo exhibió en toda su miseria y primitivismo político. A partir de entonces, López Obrador parece obstinado en transformarse en la caricatura mesiánica que pintaban sus enemigos en 2006 y en confirmar todas y cada una de sus críticas. Al contraproducente plantón en Reforma le siguió la ridícula pantomima de su toma de posesión como “presidente legítimo”, cargo que nadie supo en qué momento dejó de desempeñar, y después vinieron los pactos con figuras deleznables como Bartlett, al tiempo que boicoteaba alianzas opositoras como la del Estado de México, que podrían haberle hecho muchísimo daño a Peña Nieto en su camino a la presidencia, y un larguísimo e interminable etcétera de yerros y disparates.

Sin ir más lejos, fue precisamente la ciega necedad de López Obrador la que obligó a la izquierda a presentarlo como candidato presidencial en 2012, a pesar de que ya era un cartucho muy quemado y que su presencia en la boleta le facilitaría las cosas al candidato del PRI. ¿Entonces, se preguntará seguramente mi hipócrita hermano el lector, por qué demonios volví a votar por semejante payaso en 2012? Por una sencilla razón: a pesar de los pesares, esa momia ridícula, senil y obtusa era, por mucho, la opción menos mala en la boleta presidencial de ese año, y la que tenía mayores posibilidades (aunque en realidad fueran poquísimas) de detener al PRI e impedir un retroceso histórico catastrófico. No debemos olvidar que Josefina Vázquez Mota fue víctima del baño de sangre en que Calderón hundió al país y de los tenebrosos arreglos políticos que provocaron que la abandonara a su suerte, y por ello su campaña jamás despegó. Así que López Obrador se convirtió en el único obstáculo en el camino de Peña Nieto, y yo estaba convencido de que evitar a toda costa el regreso del PRI a la presidencia debía ser mi prioridad como ciudadano.

Cuatro años después, y ante la magnitud del desastre provocado por la corrupción y la ineptitud del gobierno de Peña Nieto, es muy obvio que tuve razón y que seguramente estaríamos mejor con López Obrador, o con Calígula, da igual. Pero la involución política que temía en 2012 ya sucedió, el PRI volvió y con él las primeras planas unánimes dictadas desde Los Pinos y miles de vicios más que creíamos desterrados o en vías de extinción. Así que ya no hay ninguna razón convincente para volver a votar por un hombre que le ha hecho tanto daño a la izquierda partidista, secuestrándola durante más de una década y dividiéndola hasta volverla marginal e irrelevante. Pero Obrador no es el único culpable de este desastre, pues para su eterna vergüenza buena parte del electorado de “izquierda” en México sigue aferrándose a caudillos y comportándose, no cómo ciudadanos modernos, críticos y exigentes frente a cualquier político, sino como fieles de una secta o fans adolescentes de una boy band.

En los últimos días he leído desilusionado cómo varios periodistas y politólogos a los que respeto y admiro, gente brillante y preparada, publican acrobáticas piruetas retóricas para tratar de defender o justificar esa payasada insultante que es la declaración 3 de 3 de López Obrador. Y es que quizás “AMLO” no sea tan corrupto como el político priísta promedio o buena parte de los panistas, pero me parece gravísimo que un candidato que aspira a la presidencia de la república piense que los ciudadanos somos tan imbéciles como para tragarnos el cuento de que no tiene ni una sola propiedad y que seguramente duerme debajo de un puente o sobre un pilar en el desierto como un eremita. Es obvio que Andrés Manuel está usando a sus hijos como vulgares prestanombres para posar de santo anacoreta, y esa humildad ostentosa y puritana, que comenzó con aquel infame Tsuru blanco, siempre ha sido una de las características más perturbadoras y preocupantes de su carácter.

Uno de los peores defectos de la izquierda mexicana es esa fe ciega en su propia superioridad moral y su incapacidad para criticarse a sí misma y aceptar sus errores. No, ella nunca tiene la culpa de sus constantes derrotas y fracasos pues siempre son responsabilidad de alguien más: los medios, el imperio, los sionistas, la mafia en el poder, conspiraciones, fraudes, etc. Pero ya es hora de que la izquierda haga un examen de conciencia a fondo y se pregunte a sí misma cómo es que terminó siguiendo incondicional y obedientemente a un vejete prematuramente decrépito, ultraconservador y mojigato, más cercano ideológicamente a la iglesia católica y al PRI de los años 50 que a la socialdemocracia o al liberalismo. Un hombre que nunca ha movido un dedo a favor de las minorías sexuales o el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, que profesa ideas antediluvianas y obsoletas como que “el pueblo” es bueno, o que la delincuencia organizada roba por “necesidad”. Que prometió amnistiar a todos los corruptos en un intento desesperado por que le permitan cumplir su obsesión presidencial. Que se rodea de personajes vomitivos como Bartlett y Ricardo Monreal, y que, como un Trump cualquiera, demanda a los periódicos que critican y exponen su mendacidad e hipocresía.

Si la izquierda se atreviera a responder con honestidad y valentía esa pregunta, podría renacer de sus cenizas y reinventarse como una opción opositora democrática, viable y atractiva. Pero si insiste en repetir los mismos errores de siempre y termina encumbrando a un nuevo mesías cuando este finalmente se jubile y se vaya a perseguir palomas a “La Chingada” (ese ranchito de 25 millones de pesos que le “donó” a sus hijos), la izquierda seguirá siendo cómplice y comparsa del régimen corrupto y criminal que padecemos…