Por Frank Lozano:
Finalmente murió Fidel Castro. Años antes, había comenzado una muerte simbólica, una suerte de suicidio lento. De la apología que en su defensa hizo por el fallido asalto al cuartel Moncada no quedó nada. El sueño de una Cuba libre, con representatividad política, con libertad de prensa y con justicia, dio paso a un régimen postrado y dependiente ante la Unión Soviética, en el que no hubo ni libertad, ni representación, ni justicia para todos.
Entonces, el libertador comenzó un proceso de conversión a tirano. El guerrillero dio paso al mesías. El ejercicio del poder sustituyó el ideario revolucionario para dar paso a los delirios del dictador.
La democracia tiene en las elecciones una suerte de previsión y prevención contra la locura humana. Al establecer periodos de ejercicio del poder, evita que la debilidad mental del político prospere. En las dictaduras no existe ese dique de contención. El dictador avanza hacia sí mismo. Su lado oscuro prospera. El entorno alimenta al monstruo: perfiles serviles, rituales diseñados para exaltar la figura única, control absoluto en torno a lo que se dice y cómo se dice, emergencia de una clase privilegiada que cuidará sus intereses.
En el caso de Fidel, el poder refinó al narciso. Por naturaleza, el político es un ser frágil, acomplejado e inseguro. Eso le sirve como combustible para hacer carrera política. Obtener el poder le provee un manto protector y en cierta forma, una cura. Pero un poder ilimitado, terminar por permitir que surja lo peor de la condición humana.
Un narcisista es incapaz, entre otras cosas, de amar otra cosa que no sea a sí mismo. Cuando el narciso, además es dictador, es incapaz de tener empatía con su pueblo. Él encarna al pueblo. No existe otra voz. Eso produce muertos. En el caso cubano, se habla de ocho mil personas asesinadas por el régimen. Eso produce miedo y silencio. Produce necesidad de huir y en dicha huida se contabilizaron alrededor de 150 mil personas muertas. Los famosos balseros. Eso produce encarcelamiento de opositores. Eso produce censura cultural. Eso produce persecución a los disidentes. Eso produce una fractura social.
Cuando el narciso ha logrado tener el control absoluto de las voluntades, tanto de su equipo cercano, como del pueblo, avanza al siguiente plano: el desafío global. Con el apoyo de sus cómplices, el régimen cubano, envalentonado, se prestó como Patiño de la URSS en la guerra fría. Resultado de ello, fueron los embargos promovidos por Estados Unidos.
El narciso tenía ante sí dos opciones, seguir alimentando el mito o bien, pensar en el desarrollo de su país y buscar alternativas. Optó por lo primero. El embargo le daba un enemigo y el enemigo le dio el pretexto para erigirse como el representante de la dignidad del pueblo.
Pero el muro cayó. Surgió un nuevo mapa geopolítico. Se reconfiguró la economía global. Comenzó una era de integración comercial y cultural a partir de la apertura de mercados y los procesos de mundialización, auspiciada por la era de las tecnologías. Las economías y las culturas interactuaban y Cuba se volvía doblemente isla.
El narciso estaba feliz por seguir desafiando al gigante. Pero en la calle, la gente modificaba sus prácticas de consumo. El mercado negro ponía al descubierto el fracaso de la revolución. La revolución se erigía como un obstáculo ante los deseos de la gente. Una especie de prostitución se apoderó de manera informal de la relación del cubano con el turista y con ello, la dignidad.
Pero ese daño, no lo cuenta la revolución. La revolución, ni el narcisismo de su líder, querían ver el daño social y estructural que el ideario revolucionario y los delirios del líder, le hacían a un pueblo que constataba que se podía vivir de otra manera, que se podían tener bienes y servicios distintos a los que la revolución los condicionaba.
La revolución hizo de muchos cubanos personas sedientas por lo superficial y lo cosmético. Los objetos de consumo sustituyeron los valores de la revolución. Se volvieron objetos codiciados por muchos. Eso explica, en parte, la migración a Miami. la obsesión de muchos cubanos por el sueño americano.
Los pilares de la revolución, como la educación, no sirven si no hay diversidad ¿educados para qué? ¿Para repetir consignas? Para el narciso, la idea de dignidad cristaliza en la ruina. A mayor ruina del pueblo, más digno se es. Pero la ruina también llegó para el dictador, pues la vejez no es un aliado efectivo para quien está obsesionado con ocupar un lugar en la historia.
Cada día vivido después de una gran hazaña, se vuelve un enemigo. El personaje que escenifica el vuelco en la historia, transmuta en otro que a la postre, termina por darle rostro a un ogro. El heroico libertador de Cuba, pasó de ser un gigante a una figura patética. El hombre de las arengas se redujo a un autómata programado para hablar de sí mismo.
Su enfermedad, el narcisismo, terminó por traicionar al espíritu libertario de la revolución. Al final, no fueron la igualdad, la democracia, la libertad de prensa, la libertad de culto ni el reconocimiento de la pluralidad y la diversidad los elementos por los cuales será recordado Castro, sino por su obsesión por el poder, su carácter despiadado y su incapacidad de cambiar el rumbo para no dañar a su pueblo.
En definitiva, la historia no lo absolverá, lo absorberá bajo un manto oscuro, el manto del dictador narcisista.