El demonio detrás de la corrección política

Por @Bvlxp:

Poco se ha hablado de uno de los efectos más perniciosos de la candidatura de Donald Trump: el abaratamiento de la expresión “corrección política” y su impacto en la libertad. Trump es un personaje que ha vaciado de contenido muchos conceptos, replanteando para mal su significado. La víctima principal ha sido, desde luego, la noción elemental de decencia. Al etiquetar todo lo que no le gusta bajo la etiqueta de la “corrección política”, Trump nos ha dejado un panorama complicado para distinguir entre lo que es la perniciosa y agobiante corrección política y lo que es simplemente el ejercicio de prejuicios y dogmas que van en contra de los pilares de la civilización moderna.

Antes de que Trump bastardizara el término, el rechazo a la corrección política implicaba una lucha por la libertad y por el sentido común: no dejar que las filias y las fobias de personas y grupos determinaran el contenido de nuestro discurso público, de nuestro actuar cotidiano, de nuestra creatividad. La lucha contra la corrección política era (sigue siendo pero bajo otro término en tanto Trump deja de ser relevante) enfrentarse fascismo moral que con sus ropajes de buena intención pretende comerse la primera libertad: la de expresión.

Para Trump, la corrección política es ese freno indeseable que le impide expresar libremente su abierto racismo, su práctica de la discriminación, su discurso de odio. Bajo Trump, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, la Carta de las Naciones Unidas o el Bill of Rights de la Constitución de su país podrían encajar dentro de su concepto de corrección política: es decir, todo freno contra el avasallamiento de los diferentes, de los débiles, es un estorbo para su agenda. En corto, los derechos humanos son para Donald Trump un asco, una injerencia liberal inaceptable en el ejercicio de su estulticia.

Bien vista, la intención detrás de la lucha trumpiana contra la “corrección política” y el código moral que buscan imponernos los correctitos, no es tan distinta. Trump y los correctitos ejercen extremos opuestos del gen conservador y el mismo tic anti liberal. Tan opuestos son ambos extremos que al final terminan por tocarse y ser parte de lo mismo. Sin embargo, nuestra misión es no poner ambas en el mismo saco. Saber diferenciarlas es, al final, la misma lucha por la libertad: por un lado, rechazar a Trump desde el convencimiento de la importancia de respetar al diferente y proteger al débil conforme a esas reglas básicas de la civilización que son los derechos humanos; y por otro, defender el pleno ejercicio de la libertad de expresión en todas sus variantes: desde la artística hasta la política.

Toca entender que la corrección política de los correctitos no es de la que habla Donald Trump, sino más bien una variante totalitaria disfrazada de bondad que pretende imponer un discurso público, limitando y pretendiendo aislar expresiones que no le vienen bien, que no encajan en su proyecto político. Desde luego, el feminismo y sus adeptos son los principales impulsores de esta censura social, de la imposición de un código en esencia político a través de improvisados comités de salud pública encargados de avergonzar, exhibir y denunciar a los que no se adapten a sus lineamientos.

Así, en defensa de la libertad toca hablar mucho, expandir lo más posible el discurso contra Trump, hablar contra él desde la comedia, desde la ironía, desde el arte, desde la academia y desde la política; denunciar no sólo al hombre sino a las miles de personas que le han dado vida a esta marioneta. Trump tiene la fuerza que ha encontrado porque su discurso, al final, es el discurso de miles y miles que piensan como él. En ellos está el germen del principio del fin de un arreglo social basado en la decencia y la libertad común.

Sin embargo, para poder seguir hablando en contra el trumpismo, toca al mismo tiempo ignorar a los correctitos, reivindicar nuestro derecho de decir, de reír, de ejercer la palabra, el ingenio, que resuenen lo más posible todas las variantes de nuestra libertad de pensamiento. La mejor dosis contra este incipiente mal es ejercer hasta donde tope la libertad y no dejarse amedrentar por los que encuentran ofensivo un chiste, o un video musical, un texto, una fotografía o que buscan que su agenda figure en todos lados. En la limitación del discurso que pretenden imponernos los buenos, incuban demonios como el que hoy se llama Donald Trump.