El Burro que hackeó la flauta

Por Oscar E. Gastélum:

“The spirit of Assange’s campaign is misogyny and reaction. Its methods are conspiracy theories and contempt for due process. Its human costs include heaping calumnies on his alleged victims. What a man, what a cause—and what a disgrace”.

Oliver Kamm

¿Quién vigilará a los vigilantes?

Juvenal

El viernes pasado un panel de la ONU puso el prestigio de esa valiosa y frágil institución en riesgo al llegar a la delirante conclusión de que Julian Assange, infame  fundador de WikiLeaks, es víctima de una “detención arbitraria” perpetrada a dos manos por la justicia británica y la sueca. El juez ucraniano Vladimir Tochilovsky, lúcida voz discordante en esa bochornosa resolución, encapsuló a la perfección el pasmo generalizado provocado por la sentencia de sus colegas al preguntarse cómo podría ser posible que un prófugo de la justicia, que decidió voluntariamente esconderse en una embajada para evadir a las autoridades, sea al mismo tiempo la inocente víctima de una “detención arbitraria”. Un sinsentido imposible de cuadrar.

Pero coyunturas a parte, debo confesar que el mito de Julian Assange nunca logró seducirme. Por supuesto que conozco las anécdotas que lo retratan como a un auténtico prodigio de la computación, y no dudo ni por un momento de su inmenso talento como hacker ni de su pasmosa precocidad. El problema es que como ideólogo político y activista, Assange está muy lejos de la genialidad, y a mí siempre me ha seducido más la inteligencia cabal que caracteriza a los verdaderos genios que los insólitos y milagrosos talentos de los savants.

Y es que en el corazón de la baratísima filosofía assangiana no hay un compromiso inquebrantable con la transparencia, como sus hagiógrafos y fans nos quieren hacer creer, sino un antioccidentalismo cerril y maniqueo, digno de un adolescente petulante y mimado que tras leer su primer Chomsky se enfundó en una playera del “Che” Guevara y decidió hacer la “revolución” contra el “imperio”. Prueba irrefutable de lo que digo son los estrechos vínculos y alianzas que Assange ha forjado con personajes como Vladimir Putin, Rafael Correa, Hugo Chávez, los jóvenes hermanos Castro y otros egregios enemigos de la transparencia y la libertad de expresión que suelen censurar, recluir y asesinar a quienes disienten de su sabiduría infalible.

Esta hipócrita y contradictoria cercanía con déspotas como Putin, quien le dio un programa de televisión en RT, esa cloaca de propaganda y sensacionalismo, ha transformado a Assange en uno de los santos patronos favoritos del descerebrado culto político global al que suelo referirme como la “izquierda reaccionaria”. Y es que los militantes e ideólogos de dicha secta no tienen empacho en aliarse con los peores sátrapas del mundo siempre y cuando dichos criminales sean claramente antioccidentales, pues su verdadero enemigo no es el fascismo, la teocracia o cualquier otra forma de totalitarismo, sino la aborrecida democracia liberal, encabezada por ese Mordor global llamado EEUU.

Pero a pesar de todo, sería mezquino regatear los valiosos aciertos de WikiLeaks, pues en un principio la plataforma cumplió brevemente con la misión de exponer algunos abusos y crímenes cometidos por poderosos que, al actuar en la más absoluta opacidad, creían tener su propia impunidad garantizada. Pero el narcisismo patológico de Assange y su limitadísima visión del mundo lastraron irremediablemente a la organización, que con el paso del tiempo fue cometiendo cada vez más errores éticos, hasta acabar empantanada en el mismo lodazal en el que su fundador chapotea desde hace varios años.

En lugar de que la institución trascendiera las limitaciones y vicios del hombre que le dio vida y creciera hasta convertirse en algo parecido a “Médicos sin fronteras” u “Oxfam”, WikiLeaks degeneró en una secta dirigida despóticamente por un hombre enfermo de victimismo, paranoia y vanidad. Como suele suceder en estos casos, las mentes más valiosas e independientes huyeron despavoridas o fueron desterradas y solo los fanáticos incondicionales permanecieron junto a su mesías.

Como en toda secta dirigida por un charlatán carismático y narcisista, tras la paranoia y las purgas vinieron los abusos sexuales. El patrón es tan tristemente conocido y tan patéticamente obvio que hasta me avergüenza señalarlo. Pero sus millones de seguidores alrededor del mundo, los enfebrecidos assangeliebers, se niegan a aceptar la realidad y prefieren tejer elaboradas teorías de la conspiración para explicar la caída en desgracia de su ídolo. Rebajándose incluso a difundir calumnias y vilezas sin nombre en contra de las mujeres que lo denunciaron. Y ver a esa gente, supuestamente progresista y ciegamente convencida de su propia superioridad moral, atacando sin piedad a dos víctimas de abuso sexual y exigiendo impunidad para su presunto atacante, ha sido un espectáculo obsceno y perturbador.

A Assange le gusta presentarse ante el mundo como un luchador incansable a favor de la libertad de expresión, la transparencia y la rendición de cuentas, pero al mismo tiempo piensa que él es tan especial que debe estar exento de esas molestas distracciones. Su organización no debe ser sometida al mismo escrutinio que las instituciones de una democracia liberal, y él merece estar por encima de la ley y sin tener que rendirle cuentas a nadie. En esa viciada atmósfera intelectual, todo aquel que ose contradecirlo es un traidor instantáneo, comprado con el oro de la CIA y la NSA, pues ninguna persona inteligente y honesta podría estar en desacuerdo con él.

Que un cretino moral e intelectual de ese calibre tenga la pericia cibernética necesaria para penetrar los sistemas de seguridad de casi cualquier institución civil o militar, pública o privada, y que además ese mismo lunático, ególatra y paranoide, pueda decidir qué información confidencial hacer pública y cuál mantener en secreto o compartir solamente con su alcahuete ruso o algún otro dictadorzuelo que le simpatice, me parece francamente aterrador. Sí, los vigilantes siempre deben ser vigilados, pero quienes los vigilen no pueden exigir ser dispensados de esa misma vigilancia.