El antónimo de la soledad

Por Ángel Gilberto Adame:

Leí en El País una historia que desconocía. Se anunciaba la publicación del primer y único libro, —las obras completas— de Marina Keegan, joven y brillante egresada de Yale, discípula de Harold Bloom, quien ya tenía un trabajo asegurado en el prestigioso semanario The New Yorker, y había conmovido a los estadounidenses tanto por su discurso de graduación, The Opposite of Loneliness, como por su trágico deceso a los 22 años en un accidente automovilístico.

Al reflexionar sobre esta desgracia sentí tristeza, pensé en sus padres, en sus amigos, en la gente que la conoció, en lo que ya no será para ella. Luego recordé que, aunque desventurado, su caso no era singular. Sin mayor esfuerzo, sin necesidad de consultar nada, evoqué a Juana de Arco, Ana Frank, Jeff Buckley, Abraham Ángel, Antonieta Rivas Mercado, Janis Joplin, Brian Jones, Ramón López Velarde, Arthur Rimbaud, Bernando Couto, Buddy Holly y otros más que, aunque nos abandonaron al alba, dejaron una impronta indeleble en el mundo.

Después pensé en otros talentos juveniles que, al crecer, fueron promesas incumplidas. Entonces concluí que si bien el sentimiento de pérdida no se conforta, Marina Keegan —al igual que los otros— fue afortunada y nos hizo afortunados: con el poco tiempo que dispuso, logró que la recordáramos por lo que fue y no por lo que quizá hubiera sido. Ella, con su legado, nos ayuda a intentar descifrar el antónimo de la soledad, de ésa, la que lastima en serio.

Día a día mueren muchos adolescentes y esa demostración cotidiana e insensible de fragilidad nos hace tenerlos presentes sólo como estadística. A pesar de algunos esfuerzos, sus muertes se suman a ese conglomerado llamado anonimato que conlleva nuestro tiempo, el más comunicado de la Historia. Ellos sí fueron desafortunados.

Como un pequeño homenaje, me permití transcribir el citado ensayo de Keegan publicado en la revista conmemorativa de su graduación y en la página web de Yale Daily News:

“Lo contrario a la soledad” de Marina Keegan.

No existe una palabra para definir lo contrario a la soledad, pero, si la tuviéramos, la usaría para expresar lo que quiero en mi vida. Lo que estoy agradecida de haber hallado en Yale, y lo que tengo miedo de perder al despertar mañana y dejar este lugar.

No es exactamente el amor ni tampoco la comunidad. Es la sensación de que hay gente, mucha gente, que está unida contigo. Que están en tu equipo. Que cuando se paga la cuenta, nadie se levanta de la mesa. Que cuando son las cuatro de la mañana, nadie se va a la cama. La noche aquella de la guitarra. Esa noche que no recordamos. Esa vez que hicimos, fuimos, vimos, reímos, sentimos. Los sombreros que nos pusimos. 

Yale está llena de reducidos círculos que giran alrededor de nosotros. Asociaciones de canto, equipos deportivos, fraternidades, sociedades y clubes. Pequeños espacios que nos hacen sentir amados, seguros y que formamos parte de algo, ya que aun en las noches solitarias en casa trabajando en la computadora, sabemos que ahí están, cansados, despiertos. No los tendremos el siguiente año. No viviremos en el mismo conjunto que todos nuestros amigos. No vamos a tener un montón de grupos de estudio. Eso me asusta. Antes que encontrar trabajo, ciudad o a la pareja ideal, tengo miedo de dejar esta urdimbre; ésta elusiva e indefinible idea de lo contrario de la soledad. Esto siento ahora.

Pero dejemos una cosa clara: los mejores años de nuestras vidas no han quedado atrás. Ellos son parte de nosotros y de un proceso que se desarrollará en la medida que crezcamos y nos mudemos a Nueva York o no, y deseemos vivir o no ahí. Planeo tener fiestas cuando tenga 30 años. Planeo divertirme cuando sea grande. Ese concepto de «los mejores años de nuestra vida» es el resultado de la inseguridad. Del «debería haber hecho… del si hubiera hecho… del ojalá hubiera hecho…».

Por supuesto que hay cosas que hubiéramos deseado hacer: nuevas lecturas, ese chico del salón. Somos nuestros más duros críticos y siempre nos decepcionamos. Por dormir demasiado, por procrastinar, por tomar el camino fácil. Más de una vez he mirado hacia atrás, recuerdo la preparatoria y pienso: ¿Cómo hice eso? ¿Cómo trabajé tanto? Nuestras eternas incertidumbres nos siguen y siempre lo harán.

Aunque el punto es que todos somos así. Nadie se despierta cuando quiere. Nadie hace todas sus lecturas (excepto, tal vez, los locos que ganan premios). Tenemos metas tan altas y, probablemente, nunca estaremos a la altura de nuestras fantasías perfectas o de nuestros yo perfectos. Y siento que está bien.

Estamos tan jóvenes. Somos tan jóvenes. Tenemos 22 años. Tenemos mucho tiempo. A veces percibo que existe la creencia, la cual aumenta en nuestra conciencia colectiva cuando nos quedamos solos después de una fiesta o guardamos nuestros libros para salir, que ya es demasiado tarde. Que otros ya van más adelantados. Que están ya más maduros y especializados. Que tienen más elementos para salvar al mundo, para crear, inventar o desarrollar. Que ya es demasiado tarde para empezar algo y que debemos conformarnos con seguir desde donde ya estamos.

Cuando ingresamos a Yale, había un sentido de posibilidad, de inmensa e indefinible energía potencial, la cual fue fácil de percibir como se diluyó. Nunca tuvimos que elegir y, de repente, hemos tenido que hacerlo. Algunos se han centrado, saben exactamente lo que quieren y están intentando lograrlo, ya sea en la Facultad de Medicina, trabajando en una buena organización no gubernamental o haciendo investigación. De ustedes pienso, a la vez, felicidades y disfrútenlo.

Sin embargo, la mayoría de nosotros estamos un poco perdidos en el océano de las humanidades. No estamos convencidos si la decisión que tomamos es la correcta o si deberíamos haber elegido otra cosa. Si tan solo me hubiera especializado en biología… si tan solo hubiera estudiado periodismo en el primer año… si tan solo hubiera pensado probar en esto o aquello…

Pero lo que tenemos que recordar es que todavía podemos hacer cualquier cosa. Podemos cambiar de rumbo. Podemos empezar de nuevo. Hacer una maestría o empezar a escribir. La idea de que ya es demasiado tarde es absurda y cómica. Nos estamos graduando. No podemos, no debemos perder esta sensación de que todo es posible. Porque, al fin y al cabo, es todo lo que tenemos. 

Un viernes en la noche de invierno de mi primer año, estaba aturdida y confundida cuando recibí una llamada de mis amigos para reunirnos en el restaurante Est, Est, Est. Desorientada, caminé azarosamente hasta llegar a Sheffield-Sterling-Strathcona Hall (SSS), probablemente el punto más lejano en el campus. De manera sorprendente, no fue sino hasta que llegué a la puerta que me pregunté cómo y por qué mis amigos estaban de fiesta en el edificio administrativo de la Universidad. Por supuesto, no era así. Pero hacía frío y mi credencial de alguna manera funcionó, así que ingresé al SSS para llamar por teléfono. El lugar era tranquilo, solo se oía el crujido de la madera vieja y la nieve apenas era visible a través de los vitrales. Y me senté. Y miré hacia arriba en ese enorme salón donde miles de personas se habían sentado antes que yo. Y sola, de noche, en medio de una tormenta en New Haven, me sentí tan notable e increíblemente segura.

No tenemos una palabra para definir lo contrario a la soledad, pero, si la tuviéramos, diría que es como me siento en Yale. ¿Cómo me siento ahora, aquí, con todos ustedes? Enamorada, impresionada, agradecida, asustada. Y no tenemos por qué perder eso.

Estamos en esto juntos, 2012. Vamos a hacer que pase algo en el mundo.