Por Oscar E. Gastélum:

“The deal with multiculturalism is that the only culture you’re allowed to disapprove of is your own.”

-Martin Amis

La semana pasada volvimos a ser testigos de como otra ola de histeria y gazmoñería colectiva recorrió las redes sociales con la furia ciega de un tsunami; un fenómeno tan frecuente en los últimos tiempos que ya se está convirtiendo en una preocupante patología social. Me refiero a la reacción provocada por el caso del adolescente de catorce años Ahmed Mohamed, y el efímero arresto del que fue víctima tras llevar un objeto sospechoso, que resultó ser un reloj, a su escuela.

La primera versión difundida en las redes sociales y que fue reproducida íntegra e irresponsablemente por la prensa, aseveraba que un brillante adolescente musulmán texano había recibido trato de terrorista por parte de la policía local tras llevar a la escuela un reloj que él mismo había diseñado y armado como parte de un proyecto escolar, y que sus obtusos y racistas maestros habían confundido con una bomba.

Esta escandalosa versión de los hechos desató la comprensible indignación de la opinión pública biempensante dentro y fuera de EEUU. ¿Cómo era posible que maestros y policías confundieran el inofensivo proyecto escolar de una lumbrera adolescente con un artefacto explosivo? ¿Y cómo demonios permitieron que la confusión escalara hasta desembocar en el arresto de un menor de edad obviamente inocente? Para todo el mundo era indiscutible que nos encontrábamos frente a un caso de racismo descarado.

Pero, como las más recientes cacerías de brujas instigadas desde las redes sociales ya nos deberían haber enseñado, las apariencias engañan. Para empezar, habría que poner las cosas en contexto y recordar que en las últimas décadas varias escuelas en EEUU han sido escenario de pavorosas y traumáticas masacres estudiantiles, y que gracias a ello existe una política de cero tolerancia a nivel nacional respecto a objetos y conductas sospechosas al interior de los centros educativos.

A esto habría que agregar la perturbadora influencia que ISIS ha ejercido en los últimos meses sobre cientos de jóvenes musulmanes avecindados en países occidentales, quienes de la noche a la mañana han decidido abandonar a sus familias y sus confortables y pacíficas existencias burguesas para viajar a Siria y enlistarse en las filas de la  jihad global. Sin ir más lejos, hace menos de un mes una pareja de jóvenes musulmanes de Mississippi fue detenida en el aeropuerto justo antes de abordar un avión con destino a Siria en donde planeaban convertirse en obedientes súbditos del nuevo y sanguinario califato.

Pero independientemente del, muy relevante, contexto histórico y social, la realidad resultó ser mucho más compleja de lo que la primera versión maniquea y simplista de los hechos nos hizo creer. El primer síntoma de que habíamos recibido una interpretación parcial del suceso se manifestó cuando la policía de Irving Texas decidió publicar una foto del reloj casero “creado” por Ahmed y todos pudimos darnos cuenta de que aquel extraño aparatejo parecía cualquier cosa excepto un reloj. Casualmente, a lo que más se asemejaba era precisamente  a una de esas bombas que los héroes de las películas de acción deben desactivar cortando el cable correcto. Y, en el mundo real, el reloj de marras lucía idéntico a las maquetas usadas para entrenar a las fuerzas del orden en el reconocimiento y manejo de artefactos explosivos.

Súbitamente, el desasosiego de la maestra que decidió reportar a Ahmed dejó de parecer irracional y prejuiciado. Pues si a alguien, sin importar su edad, raza o religión, se le ocurriera tratar de abordar un avión con semejante reloj oculto entre sus pertenencias, seguramente provocaría que el aeropuerto entero fuera desalojado y permanecería detenido y bajo interrogatorio muchas horas después de que un robot a control remoto comprobara que no había explosivos en tan peculiar dispositivo.

Con el paso de las horas y los días, apareció más información que puso en tela de juicio la teoría “islamófoba” agresivamente promulgada desde las redes sociales y sancionada por una prensa demasiado intimidada como para cuestionarla. La policía y la escuela declararon que Ahmed, por razones desconocidas, se negó a cooperar con los oficiales que lo interrogaron. Sí, alegó una y otra vez que su “invento” era un reloj pero, quizá por miedo o timidez, se rehusó a responder cualquier otra pregunta.

Tampoco hay que pasar por alto que Ahmed fue detenido, no porque los policías fueran tan imbéciles como para no darse cuenta de que aquello no era una bomba, sino porque sospechaban, desde mi punto de vista con justificada razón, que Ahmed podía haber tenido un motivo ulterior para aparecer en la escuela con un artefacto tan sospechoso. Pues construir una bomba falsa para hacer una broma pesada, provocar pánico, o llamar la atención, también es un delito.

Por si todo esto fuera poco, tras analizar la foto del reloj publicada por la policía, varios ingenieros y expertos en electrónica decidieron difundir testimonios en los que afirman de manera categórica, y con argumentos y evidencia muy sólida, que el extraño objeto que el joven “inventor” llevó a la escuela no había sido diseñado ni armado por él, sino que se trataba de un viejo reloj producido en masa y vendido comercialmente, despojado de su carcasa plástica original y transplantado a un extraño estuche con forma de maletín. Esta nueva y reveladora información contradecía rotundamente lo declarado por Ahmed y su familia en múltiples entrevistas y conferencias de prensa.

¿Por qué extraer las vísceras de un reloj despertador antiguo, introducirlas en un pequeño maletín, llevarlas a la escuela y declararse el precoz creador de aquel equívoco aparato? Quizá Ahmed es un joven fantasioso que trataba de impresionar a sus maestros fingiendo ser un gran inventor, pero, ante una mentira tan importante, es lícito preguntarse qué otras inexactitudes intencionales contiene esta historia.

Personalmente creo que la policía reaccionó exageradamente y no debió detener o esposar a Ahmed. Pero no me trago el cuento de que los agentes actuaron motivados por su irreprimible “islamofobia”, como aseguró vehementemente desde el primer instante el padre del polémico joven, quien, por cierto, es un curtido activista político que ha competido simbólicamente por la presidencia de Sudán, su país de origen, en dos ocasiones y ha sido un agitador incansable en su país adoptivo, detalles que no dejan de ser llamativos y relevantes a la hora de analizar el nivel de hipérbole que ha permeado este caso.

No, ni la policía ni la escuela sometieron a Ahmed a un trato discriminatorio al reportarlo, arrestarlo e incluso esposarlo, sino que se limitaron a aplicar protocolos que nos pueden parecer descerebrados y absurdos pero no racistas pues suelen aplicarse a rajatabla y sin excepciones. A quien dude de lo que digo le bastará con googlear los nombres de Josh Welch y Alex Stone, dos escalofriantes botones de muestra en una extensa antología de atropellos, para comprobar que la política de cero tolerancia en las escuelas norteamericanas no reconoce razas o religiones a la hora de cometer excesos indignantes.

El pequeño Josh fue suspendido de su escuela a los siete años de edad por morder una Pop-Tart hasta darle forma de pistola y disparar imaginariamente contra sus compañeros. Mientras que Alex, un adolescente de dieciséis años, fue arrestado, esposado y acusado de “alterar el orden público” por escribir una pieza de ficción en la que disparaba contra un dinosaurio. Ambos chicos son de raza blanca y pertenecen a hogares cristianos.

¿Pero en qué acabó todo este extraño sainete protagonizado por Ahmed y su extraño plagio electrónico? Por la airada reacción de sus simpatizantes cualquiera podría pensar que el joven fue enviado a Guantánamo, y está a la espera de que un tribunal secreto lo condene a ser decapitado, crucificado, arrojado desde la azotea de un edificio o  quemado vivo dentro de una jaula. Nada más alejado de la verdad.

A cambio de un par de horas de arresto, Ahmed recibió, entre muchas otras cosas, una invitación del presidente Obama para visitar la Casa Blanca, otra de Mark Zuckerberg para conocer Facebook, una más para visitar el MIT, y una cuarta para recorrer las instalaciones de Google; un tuit de apoyo de Hillary Clinton, una oferta de trabajo en Twitter, una campaña de crowd-funding que busca reunir cien mil dólares en treinta días pero, al paso que va, seguramente recaudará mucho más y una dotación de productos de Microsoft completamente gratis.*

Para escándalo de las almas puras, Richard Dawkins declaró en su cuenta de Twiiter que no entendía por qué sacar un reloj de su cubierta original, ponerlo en un estuche en forma de maletín y declararse deshonestamente su “inventor”, merecía semejante atención y tan generosos obsequios, rematando sin contemplaciones que todo el asunto desprendía un insoportable tufo a fraude. Debo confesar que pienso exactamente lo mismo que el gran biólogo británico.

¿Por qué se infló de manera tan exagerada un caso tan baladí y se le transformó en un auténtico circo mediático? No debemos olvidar que en Occidente abundan grupos de presión, minoritarios pero muy influyentes y vociferantes, cuyos militantes, intoxicados por ideologías totalitarias, antidemocráticas y enemigas de la Ilustración, viven convencidos de que la civilización occidental, esa en la que nacieron y se desenvuelven con total libertad, es una fuente inagotable de maldad y la peor desgracia que pudo acaecerle a la pobre humanidad.

Dichos grupos e individuos suelen basar su activismo histérico en la manipulación y explotación oportunista de casos engañosos como el de Ahmed para avanzar su agenda e imponer su  ramplona visión del mundo sobre un público masivo desprevenido y bienintencionado. Aquí debo reconocer con tristeza que, para la inmensa fortuna de estos charlatanes, los sectores de la opinión pública identificados con la izquierda son los más propensos a dejarse engañar cuando se trata de vituperar a las sociedades democráticas de Occidente y sus gobiernos.

Sin embargo, para desgracia de toda esta gente, la realidad no suele ajustarse a sus prejuicios. Pues su propia existencia expone la verdadera naturaleza, tolerante y abierta, de una civilización capaz de proteger el derecho que tienen hasta sus más acérrimos enemigos a tratar de socavarla, desde dentro, por vías pacíficas. Y en el caso que nos ocupa, habría que insistir en que, a pesar de que los ataques terroristas del once de septiembre de 2001 fueron ejecutados por fundamentalistas islámicos y que desde entonces EEUU ha estado en guerra contra varios países de mayoría musulmana, la vida de dicha comunidad en EEUU no se ha visto afectada significativamente y la inmensa mayoría de sus miembros viven existencias pacíficas, confortables y dignas. Un hecho del que los ciudadanos del país más poderoso del mundo deberían sentirse orgullosos.

No, contrario a lo que nos quieren hacer creer los profetas del multiculturalismo antioccidental y victimista, la “islamofobia”, ese neologismo hueco diseñado para intimidar y chantajear a todo aquel que se atreva a señalar al islamismo como una ideología fascistoide, no es una epidemia social, y los musulmanes avecindados en Occidente no son sistemáticamente perseguidos ni discriminados por su religión o color de piel, todo lo contrario. Habría que preguntarle a la indignada, pero muy afortunada, familia de Ahmed si preferirían que su hijo hubiera crecido en la fanática, caótica, miserable y violenta teocracia sudanesa, o en la próspera y tolerante “América”. La respuesta es insultantemente obvia.

Las redes sociales pueden ser un arma muy poderosa para que los ciudadanos del mundo luchen en contra de la injusticia y la opresión, se defiendan de los excesos y abusos de sus gobiernos y difundan información escamoteada por medios de comunicación vendidos o censurados. Pero también pueden ser vehículos ideales para azuzar turbas y atizar cacerías de brujas y linchamientos morales, pues privilegian la ira visceral, instantánea, vengativa y autocomplaciente sobre la indignación informada, reflexiva y constructiva.

Debemos aprender a controlar nuestros peores impulsos y ser más fríos y escépticos frente al monitor, para evitar que nuestras buenas intenciones terminen haciéndole el juego a intereses inconfesables, y para impedir que una herramienta potencialmente liberadora como la red termine transformada en un santuario para charlatanes y muchedumbres linchadoras peligrosamente convencidas de su inapelable superioridad moral.

*Mientras corregía esta pieza para su publicación, me topé con una nota periodística que asegura que, en el paroxismo del oportunismo, Ahmed fue invitado a la ONU para dar un discurso. Así las cosas…