Donald Trump, Presidente

Por @Bvlxp:

Uno creería que las victorias morales son irreversibles, que los avances en la decencia que conquista un sociedad no pueden echarse para atrás. Se tiende a pensar que un paso hacia adelante es siempre un paso definitivo. Cuando hablamos de victorias morales, hablamos de las cosas que atañen directamente a nuestra humanidad: la libertad de amarse, la convicción de que todos somos iguales e igualmente dignos, de que nadie debe estar en peligro por rezarle a un dios o por tener la piel de cierto color. Premisas básicas de nuestra humanidad; verdades evidentes por sí mismas que sin embargo exigen de un trabajo constante para salvaguardarlas.

En pocas décadas, la sociedad estadounidense ha dado pasos acelerados con rumbo a la decencia, con miras a una sociedad más generosa: desde la desegregación racial, hasta el matrimonio entre personas del mismo sexo. La victoria de Donald Trump genera la impresión de que nada hemos avanzado, que nada hemos aprendido, que estamos peor que nunca. Estamos heridos por la histeria de la derrota, por el absoluto escándalo que representa que Donald J. Trump sea el próximo Presidente de los Estados Unidos de América.

Es falso que los estadounidenses sean racistas y por eso hayan elegido a Trump; falso que los gringos sean misóginos y por eso hayan puesto a Donald en la Casa Blanca y, desde luego, un disparate decir que la democracia americana está muerta o enferma o herida de muerte. Por el contrario, la democracia estadounidense goza de una salud cabal. Sólo una sociedad que toma el destino en sus manos es capaz de suceder a un Presidente como Barack Obama con uno como Donald Trump; no hay gesto tan significativo y democrático como éste.

La noche triste del 8 de noviembre nos ha obnubilado de tal modo que muchos han llegado a decir que si Trump llegó a la Casa Blanca es porque los estadounidenses son un pueblo racista, xenónobo y misógino. Nada más falso. Como en todos lados, existen los loquitos y los marginales, los que en la retórica trumpiana han encontrado cobijo para ejercer y vociferar sus prejuicios. Sin embargo, la elección presidencial del pasado martes no se ha tratado de eso sino enteramente de otra cosa: una elección en la que el individualismo regresó por sus fueros, en la que se ha pedido disminuir el rápido paso del cambio social, una pausa al discurso moralizante de Obama, un ya basta a la corrección política. La elección de Trump es un giro individualista: hemos llegado lejos como sociedad pero ya va siendo hora de que me vaya bien a mí.

Así, en su gran mayoría, los votantes eligieron pasar por alto el estridente discurso de Trump y tomarlo no muy en serio, como un recurso político y narrativo para demostrar que él se trata de otra cosa, que habla como todos, siente como todos, es uno mas de ellos, y está igual de frustrado que ellos por el castigo social de la asfixiante corrección política, por la falta de oportunidades y por el deterioro en la calidad de vida. La elección de Donald Trump no es, pues, un asunto moral, sino uno profundamente pragmático.

La elección de Donald Trump es un desastre por muchos motivos y las consecuencias las sentiremos todos, especialmente los estadounidenses y los mexicanos, con variantes y distintas intensidades del horror. Pero de ahí a decir que la sociedad norteamericana le dio la espalda a los valores que la constituyen como nación, hay que cruzar un largo puente que ya se cayó.