Por María Elena Corona Vigoritto:
Tengo que escribir un texto, no, no cualquier texto, tengo que escribir este texto, el que usted en este momento, si es que logré hacerlo, está leyendo. Ha caído la noche en la Ciudad de México, llueve y apenas alcanzamos los 10° aunque yo siento que estamos bajo cero, este enero ha llegado compactando todo el invierno. Tengo los pies y las manos entumidas, además de unos cólicos fuertísimos, mi café se ha enfriado por quinta vez desde que me senté frente a la computadora y me siento como un arquero mirando la hoja blanco, estirando la cuerda y apuntando mi flecha, temo soltarla y que vuele hacia ningún lado, que el viento disfrazado de distracciones cotidianas me juegue una broma y de pronto creo que no puedo hacer lo que he hecho siempre. ¡Demonios, no puedo escribir!
El acuoso tiempo me quiere volver loca, habían pasado treinta minutos que se han convertido en tres horas, el frio se ensaña, el crujir de la madera me tortura, el grillo que vive en mi techo canta burlón.
Escribo una línea y pienso en las cuentas por pagar, en que no he llamado a la tía Conchita para desearle feliz año, y en que de mi última conversación por WhatsApp podrían salir varios tuits valiosos. Quiero más café y entonces pienso que mi mamá tenía un aparatito que conectaba a la luz y mantenía su café caliente por más tiempo, era una especia de portavasos eléctrico, yo quisiera tener uno pero mi madre murió hace más de siete años y ya nunca podré preguntarle dónde lo compró. Ahora pienso en mi madre, si ella estuviera aquí ya me habría dado un anís y un trozo de acitrón asado para los cólicos, habría encontrado mi cobija eléctrica, la que yo no encuentro desde hace dos inviernos, pero ella lo encontraba todo siempre, me habría dado un coscorrón simbólico –o no- y me habría dicho que eso de que no puedo escribir son puras babosadas, juegos de mi mente, porque ella sabía de mi tendencia al autosabotaje.
Pasa de la media noche y el bloqueo de escritor se ha convertido en un laberinto de letras sin sentido, todos hemos escuchado sobre las lagunas literarias pero no es lo mismo saber que existen que estar ahogándose en una. Busco racionalmente las causas de esta recién descubierta incapacidad: en realidad estoy muy cansada -debe ser eso-, también tengo las hormonas alborotadas y mi vida es un desastre desde que me acuerdo, sin contar con que escribir es mi trabajo y no puedo darme el lujo de esperar a que a la señorita inspiración se le dé la gana hacer acto de presencia, este trabajo tiene fechas límite que uno debe respetar y eso es mucho menos romántico que la imagen que tenemos de El Poeta de Chagall quitándose la cabeza para escribirle un soneto a su musa.
Heme aquí, mirando de reojo la sequía creativa, con el miedo propio de quien no sabe a dónde va y corre un maratón sin conocer la meta. Por un instante bajo la mirada y en la parte inferior izquierda de la pantalla dice: Página 2 de 2. Palabras: 536.
Escucho una voz de fondo que no conozco pero a la vez me es familiar diciendo; “Si no puedes escribir, escribe”. Mis dedos se mueven ágiles por el teclado, no sólo ya no están entumidos sino que bailan. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que mis ojos están sobre la pantalla y no brincando del escrito al celular, del celular a la puerta, de la puerta a la ventana y de la ventana a la idea del suicidio. Cada bloqueo es un mundo; algunos duran meses, hasta años, otros, como este, duran sólo un par de horas, todos producen terror.