Danza con tiburones

Por Bernardo Esquinca:

Pocas cosas pueden demoler tanto el espíritu como una oficina. Cumplir con un horario, soportar a un jefe que por lo general es menos competente de lo que alardea, las grillas de compañeros que al menor descuido se quedan con nuestro puesto, los "bomberazos" que nos obligan a quedarnos hasta tarde, y provocan que nos perdamos la fiesta de nuestro mejor amigo; en fin, todas esas cosas que nos convierten en modelos perfectos de "Godínez".

Al mismo tiempo, intentar romper las ataduras de una oficina, poner un negocio, y ser nuestro propio jefe, es otro tipo de infierno: carecer de un sueldo fijo, no tener aguinaldo ni prestaciones y, sobre todo, depender de la liquidez de otros para poder cobrar lo que corresponde, son situaciones que también desgastan y deprimen. Entonces, ¿hay escapatoria del viacrucis de la vida laboral? Parece que no. Yo siempre he sido animal de oficinas, y las pocas veces que, por alguna alineación insólita de los astros, he podido pasar temporadas fuera de ellas, y trabajar desde casa, en realidad me siento extraño, no consigo organizarme y ando, en pocas palabras, como perro sin dueño.

Quizá por eso me gusta tanto el filme Glengarry Glenross (James Foley, 1992), pues retrata como pocos, las humillaciones, las angustias y en general el ambiente de tiburones que se vive en una oficina. Después de ver lo que sucede entre esas cuatro paredes, y las luces rojizas del restaurante chino donde los oficinistas de la película van a echarse un trago, siento que mis peores experiencias en un trabajo son hasta afortunadas.

Basada en la obra de teatro de David Mamet, esta cinta retrata una jornada crítica para el grupo de vendedores de bienes raíces encabezado por John Williamson (Kevin Spacey), quienes reciben un feroz ultimátum de parte de Blake (Alec Baldwin), un enviado de sus superiores: o concretan ventas de inmediato o serán despedidos. El problema es que los datos o "pistas" de posibles clientes que poseen son viejas e inservibles, y las "pistas" nuevas sólo les serán otorgadas a aquellos que logren cerrar las ventas anteriores. A partir de esa amenaza, la oficina se vuelve un hervidero donde las intrigas, neurosis, egos, traumas, y hasta un descabellado plan para robar las "pistas" nuevas emergen para desquiciar a todos.

La mayor virtud de Gelngarry Glenross radica en la potencia de sus diálogos, y en el estupendo elenco, en el que además se suman Jack Lemmon, Al Pacino, Ed Harris y Alan Arkin. Pura testosterona. No es una cinta para tirarse en la hamaca y relajarse, sino para estar al borde del asiento, pendiente de lo que se dice, pues las frases salen disparadas a exceso de velocidad, y son punzantes como jeringas. Probablemente sea la película en la que más veces se diga la palabra "fuck", ya que los personajes, desesperados por conseguir su objetivo, no hacen más que lanzarse catapultas de insultos, algunos de ellos memorables.

Atención aparte merece el personaje de Shelley Levene, encarnado por el gigantesco Lemmon. Es el más viejo de la oficina y, aunque le apodan "la Máquina", hace tiempo que sus engranajes dejaron de estar bien aceitados. La manera en que este trabajador en decadencia está dispuesto a sobornar a su jefe para obtener "pistas" nuevas, y en la que suplica a los clientes una venta, incluso yendo a sus casas en medio de una tormenta, es de un patetismo escalofriante. Y es que, independientemente de que cada espectador se identifique con alguno de los vendedores, Levene representa el futuro de todo "Godínez": como te ves me vi, como me ves te verás.

Una película que, a partir del microcosmos de una oficina, logra hacer un retrato perturbador de la condición humana. Un lugar en el que los ganadores pueden llevarse un Cadillac de premio, y donde los perdedores no merecen ni una taza de café.