Por Adriana Med:

A todos nos viene bien un cambio de perspectiva de vez en cuando. Sucede que le damos demasiada importancia a los dramas cotidianos, o sentimos que el mundo y sus desgracias nos sofocan. A lo largo del día basta con mirar algún detalle alrededor para que cambie nuestro punto de vista sobre algunas cosas. Pero quizá nada modifique más nuestra perspectiva que el acto de dirigir los ojos al cielo. Ese mismo cielo que hemos visto miles de veces, y que aun así nos hipnotiza.

De día, vemos nuestro presente: el sol saliendo u ocultándose, las nubes moviéndose con sus divertidas formas, la conciencia de la propia pequeñez y de que el mundo sigue girando, a pesar de todo. De noche: nuestro pasado y nuestro futuro, nuestro origen, la fascinación ante nuestra existencia y ante el hecho de compartir materia con esas estrellas brillantes. Qué insignificantes y al mismo tiempo qué maravillosos somos, pensamos, aunque el mundo se esté quemando.

Fui a una noche de estrellas hace unos días, por primera vez en mi vida. Es un evento muy curioso, porque es oscuro y tranquilo, cosa que agradecí. Tuvo lugar en el campo deportivo de la universidad autónoma del estado. Diferentes grupos musicales tocaron al fondo sobre un escenario a un nivel sonoro discreto y agradable. Varios metros lejos de ahí, en el lugar menos iluminado, se encontraban los telescopios y la mayoría de la gente que acudió al evento. Cada telescopio estaba a cargo de una persona que te hablaba de la luna, o de la estrella o constelación que ibas a ver, o de cómo nuestros antepasados se guiaban con ellas. Parecía que enfocar cualquier astro o grupo de astros no era tarea fácil, y había que reajustar los telescopios cada cierto tiempo debido a la rotación de la Tierra. Admiré los conocimientos y el entusiasmo por la astronomía de esas personas, y mi ignorancia se me antojó como una oportunidad para asombrarme y descubrir. Me encantó ver el doble cúmulo de Perseo. Aprender que hay una constelación conocida como la constelación del cisne, y que su ojo es hermoso y especialmente resplandeciente. Que hay una estrella llamada Capella. Que la medianoche es el mejor momento del día para ver las estrellas. Y que los aztecas y los mayas observaban cuidadosamente a las Pléyades, también conocidas como Las Siete Hermanas.

Acudir a las etimologías es un poco como mirar las estrellas de las palabras, es decir, su origen. Todo esto me remitió a una de mis etimologías favoritas: la de la palabra considerar. Formada por el prefijo latino con que significa “junto” y la raíz sideral que significa “astros”. Considerar es, pues, comparar junto a los astros o las estrellas para que todo adquiera su justa magnitud. A menudo sobredimensionamos las adversidades personales y es cuando las comparamos con la inmensidad del universo que adquieren su proporción relativa.

He pensado que por su luz e importancia en nuestras vidas, algunas personas deberían contar como astros o firmamentos enteros. Son cielos estrellados que respiran y caminan, y que para brillar no necesitan más que existir, estar ahí. A veces creemos que todo es terrible y ellas nos hacen reconsiderarlo. Convivir con ellas es un eterno descubrimiento y una constante sorpresa. Como la estrella polar, también nos guían. Por eso, cuando sientas que la realidad te aplasta o que todo es sombrío, observa el cielo o a la persona que tienes tomada de la mano. En el fondo es lo mismo.

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