Por Bvlxp:
Pensé en ir a ver «Pink, el rosa no es como lo pintan» (Francisco del Toro, 2016), para poder escribir con toda autoridad este texto. Luego se me cruzaron mejores cosas que hacer el fin de semana y, sobre todo, mejores películas que ver y en las cuales gastar mi dinero. Decidí mejor ver The Hateful Eight, la película de Tarantino antes de que la quitaran de cartelera y aprovechando que la ofrecían en un horario en el que no sales a las cuatro de la mañana del cine. Después de todo, se paga el mismo dinero por ver la película con el espléndido guion de Tarantino que el bodrio de Del Toro.
Sin tener que verla, ya sé de qué va Pink: una burda generalización y caricaturización de la homosexualidad: si eres homosexual, es muy probable que mueras de SIDA y otros dictums de panfleto redactado en una de las tantas oscuras esquinas del conservadurismo mexicano. Pero más que preocuparse por la homosexualidad (de todos modos estos pervertidos tarde o temprano van a morirse en el infierno del SIDA), Pink lleva sus prejuicios más allá, hacia la fibra extra sensible de toda sociedad decente: los niños. Básicamente, Pink advierte que los niños adoptados o criados por parejas del mismo sexo, están condenados a contraer esa terrible enfermedad que es la homosexualidad, igual que una casa en la que uno se enferma de influenza es probable que todos terminen padeciéndola.
Las tesis de Pink son tan pre modernas, tan absolutamente carentes ya no digamos de fundamentos científicos sino de estándares mínimos de decencia, que no hace falta ocuparse de ellas. Sus argumentos son fanfarronadas tan deformes que cada vez tienen menos cabida en el mundo que hemos ido construyendo a partir de las muchas taras que lentamente hemos ido desaprendiendo y a partir del entendimiento y aceptación del derecho más básico entre todos: los seres humanos somos igualmente dignos.
La sorpresa, el coraje y la indignación que provocan el que alguien pueda sostener tesis tan atorrantes como las que Pink difunde, han provocado un extremo igualmente difícil de disculpar: la película debe ser censurada, Cinemex debe ser boicoteado por exhibirla en sus salas, las voces detrás de Pink acalladas. Curiosamente, las voces que piden a gritos la censura, son las mismas que piden voz para todos (lo cual quiere decir libertad de expresión sólo para los suyos), que se burlan de los intentos del conservadurismo por boicotear tal o cual película o porque se presente tal o cual artista que gusta de la vida disipada. El intento es ridículo y sus argumentos igualmente conservadores e insostenibles que los del guionista de Pink: hay voces que no debieran escucharse, hay ideas que no merecen ser difundidas, haciendo gala de los verdaderos colores de este sector de la opinión pública: nosotros enarbolamos las mejores causas y sólo nosotros merecemos ser escuchados. El autoritarismo bueno.
Las democracias liberales como la que vivimos se alimentan de una idea rectora: la libertad debe ampliarse, las voces merecen ser escuchadas, el pensamiento de cada sector de la sociedad debe tener un foro para ir construyendo la convivencia entre todos pues cuando las avenidas de expresión se cierran, comienzan los fanatismos. Es difícil entender que todos ganamos cuando se exhibe una película como Pink, cuando sus pueriles argumentos se topan con una sociedad crecientemente diversa y tolerante, con una ciudad que ha decidido a abrirle paso a la libertad y a la igualdad de derechos para todos. Lejos de caer en tierra fértil para el fanatismo, los argumentos de Pink se topan con gente que cada vez los encuentra más aborrecibles. Los argumentos de Pink son tan caducos que mueren por sí mismos y están destinados a quedar del lado incorrecto de la historia. Cuando el griterío de los indignados pase, si un día nos acordamos de la película, podremos ver claramente que las ideas detrás de Pink fueron puro humo estrellándose contra un muro cada vez robusto que esta sociedad ha erigido para sostener la idea de la igualdad de derechos pero también de la libertad de las ideas.