Por Oscar E. Gastélum:
“Living well is the best revenge.”
George Herbert
La semana pasada abordé algunas de las razones por las que jamás dejaría de ver Game of Thrones motivado por el supuesto “sadismo” de sus creadores. Pero se me acabó el espacio antes de que pudiera hablar de uno de los aspectos más estimulantes de la saga. Me refiero al hecho de que, a pesar de desarrollarse en un mundo ficticio poblado por monstruos y en el que la resurrección es posible (¿spoiler alert?), retrata a la perfección la degradación de la existencia bajo un régimen feudal.
Porque al más puro estilo de Mad Men, con sus embarazadas que fuman y sus protagonistas abierta e impúdicamente racistas y sexistas, el marco medieval de Westeros, magistralmente recreado por George R.R. Martin y HBO, nos permite comparar nuestro presente con ese mundo bárbaro y sanguinario, y analizar con frialdad y sin complacencias cuánto ha avanzado la humanidad desde entonces.
Es obvio que algunas sociedades han sido más exitosas que otras al tratar de alejarse de esa tenebrosa era. Pongamos como ejemplo a Reino Unido, nación cuya historia y mitos son la muy evidente inspiración detrás de la cosmogonía de Game of Thrones. Una sociedad como la británica, a pesar de estar a años luz de ser perfecta, gracias a sus sólidas instituciones civiles y sus enormes avances sociales, está aun más lejos de ese mundo caótico y violento.
Y es que el pueblo que redactó la Magna Carta, creó el sistema parlamentario de Westminster, encabezó la revolución industrial, diseñó instituciones tan entrañables, nobles y dignas como la Royal Society, la BBC o el NHS, y acuñó un concepto tan revolucionario como “imperio de la ley”, no se conformó con abandonar esas tinieblas desde hace mucho tiempo, sino que influyó para que buena parte de la humanidad siguiera sus pasos.
En contraste, hay sociedades actuales que superan con creces la cruel ignominia que caracteriza a ese mundo atroz e inhumano imaginado por Martin. El martirizado Afganistán, que está a punto de caer nuevamente en las garras del Talibán, o el inmenso territorio multinacional controlado por ISIS, son ejemplos escalofriantes que hacen palidecer los horrores que tanto nos perturban cuando vemos o leemos la saga de los Siete Reinos.
Por obvias razones, la nación que más me interesa comparar con ese atroz mundo fantástico es México. ¿Qué tan bien librado sale este riquísimo y miserable país, hundido en el caos, la corrupción y la violencia, de ese cotejo? Enumeraré algunas de las características esenciales del universo ficticio de Westeros y dejaré que el lector saque sus propias conclusiones.
En Westeros la riqueza está concentrada en unas cuantas familias que presiden sobre una economía primitiva, basada en la explotación despiadada de trabajadores semiesclavizados y en la monopolización de los recursos. El comercio leal es prácticamente inexistente y conceptos como: competencia, salario digno o justicia social, son incomprensibles para esa aristocracia arribista, rapaz y mezquina.
Esas mismas familias, especialmente dos: los Azcárraga y los Slim, perdón, los Lannister y los Tyrell, son las que ejercen el verdadero poder político detrás del trono. La suerte de los reyes, títeres con un poder ilimitado para hacer el mal y un acotadísimo margen de maniobra para hacer el bien, depende completamente de que los intereses de esas poderosas dinastías no se vean afectados.
Los recursos del reino emanan de los impuestos que se le cobran hasta al más miserable de los súbditos, pero el rey dispone de la hacienda pública como si fuera su patrimonio personal, ya sea para financiar guerras absurdas o para construir inmensos palacetes para él y sus más leales secuaces. Además, en vastas extensiones del reino, el poder del rey no es más que una frágil ficción, pues en cada región gobierna un cacique todopoderoso que, a cambio de jurar simbólicamente lealtad al rey y aportar una tajada de su botín, puede hacer y deshacer a su antojo dentro de sus dominios.
Obviamente, la inmensa mayoría de la población de Westeros vive en la miseria más absoluta, sin acceso a educación o salud y sin voz ni voto en los asuntos públicos. Ese populacho degradado moral e intelectualmente, ahoga su incurable y abyecta miseria en un turbio potaje de supersticiones que funciona como una fuente inagotable de falsos consuelos y perpetúa su opresión.
El tejido social de Westeros está tan carcomido y putrefacto, y su sistema de valores tan corrompido, que la bondad, la honestidad, la lealtad, la cortesía y casi cualquier otra virtud, son defectos y muestras de debilidad que se pagan muy caro. Mientras que la ausencia absoluta de escrúpulos garantiza el éxito económico, político y social, además de generar dosis industriales de respeto. El crimen es, pues, la única vía de ascenso social disponible para las masas desamparadas.
Porque la única ley que existe en Westeros es la del más fuerte, pues el “estado de derecho” es una noción ininteligible para sus rupestres habitantes. Es por ello que la “justicia” está al servicio de los poderosos, la impunidad es epidémica y la venganza es el único recurso del que dispone la mayoría para cobrarse un agravio.
Aquí me gustaría detener mi ocioso ejercicio de comparación entre Westeros y México, y decir algo sobre la venganza, ese platillo gélido y tóxico, pues el tema es especialmente importante para George R.R. Martin, que a lo largo de los libros y la serie de televisión ha puesto especial énfasis en demostrarnos cómo envilece el espíritu de quienes recurren a ella, sin importar la legitimidad de sus motivos, pues es un pésimo sucedáneo de la justicia.
Todos queríamos que Cersei, por ejemplo, pagara por sus crímenes y anhelábamos que recibiera el peor castigo posible, pero la tortura infame a la que fue sometida por una pandilla de detestables fanáticos y una turba hipócrita y rabiosa, lejos de saciar nuestra sed de venganza nos dejó asqueados y aturdidos.
Ser Meryn Trant se ganó nuestro odio desde mucho antes de que supiéramos que le gustaba torturar y abusar sexualmente de niñas, pero ver a Arya apuñalándole los ojos no nos trajo paz interior sino un profundo desasosiego. Y no fue la ceguera que recibió como escarmiento lo que nos dejó este amargo sabor de boca, sino verla descender a las cloacas morales en las que chapotean sus más odiados enemigos.
Pero la verdad puede llegar a ser tan amarga como la venganza. Como espero haber demostrado con esa incriminatoria y bochornosa comparación entre Westeros, un bárbaro pero, por fortuna, ficticio estado feudal, y la realidad obscena y ofensiva de México, una “democracia” del siglo XXI, inmensa y riquísima, pero hundida en la injusticia y la miseria moral, económica y estética, gracias al cretinismo y la rapacidad ciega y mezquina de sus élites. Ojalá que la lucidez y la justicia lleguen antes que las hordas vengativas…