Cómo no te voy a querer

“En el fútbol hay momentos que son exclusivamente poéticos: se trata de los momentos del “gol”. Cada gol es siempre una invención, es siempre una perturbación del código: todo gol es “ineluctabilidad”, fulguración, estupor, irreversibilidad. Precisamente como la palabra poética. El máximo goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año. El fútbol que expresa más goles es el fútbol más poético”.

Pier Paolo Pasolini

Debo confesar que detesto la liga mexicana de futbol por su paupérrimo nivel futbolístico y su nefasto formato, cínicamente orientado a la ganancia económica fácil, y promotor de una lastimosa mediocridad deportiva que me resulta indigerible. El producto final es tan deplorable que pareciera que los brillantes directivos de nuestro futbol se esforzaran por alejarse lo más posible del ejemplo de las mejores ligas del mundo. Pues no hay nada más alejado de la espectacularidad e impecable organización de la Premier League inglesa que la infumable Liga MX.

Las liguillas, por ejemplo, pueden resultar espectaculares de vez en cuando, pero también tienden a ser profundamente injustas. Y es que ese lucrativo sistema de competencia suele castigar a los equipos más consistentes y premiar a quienes especularon a lo largo del torneo regular, sometiendo meses de trabajo constante al impredecible resultado de un par de partidos. Para rematar este desastre, los horrorosos y minúsculos torneos de seis meses producen campeones de chocolate a los que nadie recuerda un par de años después de coronarse.

Por si esto fuera poco, Televisa, una empresa caracterizada precisamente por producir basura vulgar e ínfima, lleva décadas ejerciendo una influencia desproporcionada en el futbol nacional e infectando con su repelente filosofía de negocios a un deporte que, en sus momentos más luminosos, puede elevarse hasta dimensiones estéticas que rozan la expresión artística.

Sin embargo, mi amor incondicional por los Pumas de la UNAM me obliga a sintonizar sus partidos semanalmente, a pesar de que el inclemente horario en el que juegan como locales (los domingos al mediodía) es una salvajada digna de una liga mediocre, mal organizada y dominada por los intereses de Televisa. Pues el calor sofocante de las doce del día, aunado a la altura y a la contaminación de la Ciudad de México, produce encuentros lentos y soporíferos.

Pero el misterioso amor que despierta un equipo de futbol en el corazón del niño que lo escogió como su patria deportiva resiste todas las pruebas imaginables y sobrevive hasta en el adulto más desengañado. Pues ese intenso afecto va incrementándose con el paso de los años y la acumulación de momentos gloriosos y tardes amargas.

La noche de este domingo, mis amados Pumas perdieron el campeonato, sí, pero lo hicieron de forma tan gallarda, enfrentando a un equipo con un presupuesto infinitamente superior y remontando una desventaja tan amplia, que la derrota final me supo a triunfo y permanecerá en mi memoria como uno de los momentos más felices que me haya brindado un equipo al que amo.

Lo que quiero demostrar con esta larga introducción es que existimos muchos aficionados al futbol perfectamente conscientes de los vicios que lo lastran y capaces de amar al deporte más popular del mundo sin renunciar a nuestras facultades críticas. Porque, aunque parezca increíble, aún hay charlatanes pseudointelectuales que se atreven a descalificar la pasión deportiva y se obstinan en repetir el desgastado mantra de que el futbol es un arma de distracción y estupidización utilizada por tenebrosas élites globales para mantener a las masas postradas frente al televisor.

Para empezar, sobran los científicos, artistas e intelectuales de verdad que aman los deportes y se apasionan por sus respectivos equipos con la misma intensidad con la que lo hace el ciudadano promedio. Y cualquier persona con una perspectiva histórica básica sabe muy bien que el gusto por la competencia y la admiración por las heroicas proezas de los grandes atletas es tan antigua como la civilización misma y no un invento del imperialismo capitalista.

El culto que los ciudadanos de la antigua Grecia profesaban por las competencias deportivas y el estatus social que alcanzaban sus grandes atletas basta para probar que el capitalismo moderno sólo está explotando una veta inagotable de pasión que es parte esencial de la naturaleza humana, y no imponiendo un gusto contra natura sobre hordas de zombis manipulables, como los charlatanes conspiranóicos disfrazados de intelectuales “radicales” nos quieren hacer creer.

De hecho, es a los británicos a quienes les debemos la depuración de esa pasión y la formalización reglamentada de prácticamente todos los deportes modernos individuales y de conjunto. Desde el universal y masivo futbol hasta el tenis, el rugby o el boxeo. E incluso la resurrección del espíritu olímpico a través de Pierre de Cubertain, ese aristócrata francés anglófilo que decidió revivir las Olimpiadas inspirado por la cultura deportiva británica.

Obviamente todos quisiéramos limpiar el espíritu deportivo, esa sana y civilizada sublimación de impulsos tan peligrosos y primitivos como el tribalismo, de los peores vicios asociados al multimillonario negocio en que se ha transformado el deporte. Pero a pesar de los pesares y de la ubicuidad de los mercaderes que se empeñan en profanar este templo que para muchos debería ser sagrado, el deporte sigue siendo un conducto ideal para expresar las mejores virtudes de nuestra especie.

Yo, por lo pronto, quisiera volver a agradecerle a mis amados Pumas por las emociones inolvidables que me hicieron vivir el pasado domingo. Y al resto de los equipos a los que amo: Los Yankees de Nueva York, el Arsenal de Londres y el AC Milan, por los dioses deportivos a los que idolatro y que han vestido sus sagradas camisetas, y por las epopeyas y tragedias deportivas que han protagonizado y que tanto me han enriquecido.

En cuanto a esos enemigos del deporte que contemplan asqueados a las masas enajenadas desde lo alto del ladrillo al que confunden con una torre de marfil, lo único que me provocan es una mezcla de pena ajena, motivada por su triste necesidad de llamar la atención y parecer intelectualmente superiores, y mucha lástima, pues quienes son incapaces de disfrutar al practicar un deporte o al contemplar la magia de la que son capaces sus mejores exponentes, se pierden de una parte esencial y tremendamente gratificante de la experiencia humana. Pobrecitos…