Birdman está desnudo

“La crítica ocupa la misma posición con respecto a la obra de arte que critica, que el artista con respecto al mundo visible de la forma y del color, o al mundo invisible de la pasión y del pensamiento. Ni siquiera precisa de los materiales más bellos para ser perfecta. Cualquier cosa puede serle útil para ello. La tontería es siempre una tentación irresistible para el esplendor, y la estupidez es la Bestia Triomphans, que tienta a la sabiduría a salir de su cueva. Para un artista tan creador como el crítico, ¿qué importa el tema? Pues ni más ni menos que para un novelista o un pintor. Al igual que ellos, cualquier motivo es bueno. La dificultad estriba en la manera de tratarlos. Todo posee en sí sugestión y atractivo.”

Oscar Wilde

 

Confieso que la primera vez que vi Birdman quedé tan deslumbrado por el virtuosismo visual del “Chivo” Lubezki, y la deprimente y claustrofóbica atmósfera creada de manera magistral al interior de ese teatro decrépito, laberíntico y pesadillesco, que no alcancé a detectar buena parte de los múltiples defectos de la cinta.

Es verdad que en varias ocasiones me retorcí incómodamente en la butaca ante la inanidad exasperante de los diálogos y la insufrible tendencia de los personajes a explicarse a sí mismos ante el espectador, ese perezoso recurso que los malos escritores utilizan cuando se sienten incapaces de desarrollar un personaje a través de sus acciones. Pero en términos generales salí del cine con un sabor de boca aceptable ante una película que, a pesar de todo, me pareció original y ligeramente superior al promedio.

En las semanas que siguieron a su estreno, no me sorprendió que la prensa mexicana bañara en elogios hiperbólicos y francamente inmerecidos a González Iñárritu ( o “Yi” Iñarrítu como prefiere que le digan ahora), pues atribuí ese despliegue de adulación delirante al incurable y predecible chovinismo mexicano y no le di mayor importancia al asunto.

No fue sino hasta unos meses después y tras contemplar con incredulidad y pasmo cómo Birdman barría con buena parte de los premios más importantes otorgados por la industria cinematográfica gringa, que llegué a dudar de mi modesta opinión sobre la película y decidí darle una segunda oportunidad a tan galardonada obra.

Pero al verla por segunda vez, lejos de confirmar mi primera impresión, mi moderado disgusto se transformó rápidamente en indignación y espanto. La magia de Lubezki ya no pudo ocultar que aquello no era más que un pastiche sin substancia, un elaborado fraude plagado de chistes pueriles, personajes caricaturescos, parodias de parodias de parodias, referencias simplonas y metanarrativa chabacana.

Lo que sí confirmé es que el horroroso guión fue redactado en comité por un grupo de amigos con un sentido del humor endogámico y paupérrimo y una fe tan ciega en su intelecto colectivo como la de un puberto que acaba de leer su primer Sartre y confunde la petulancia pueril con profundidad. Es evidente que lo que empezó como una tormenta de ideas degeneró en una impúdica y francamente bochornosa sesión de onanismo colectivo.

El nivel de ineptitud, narcisismo y autocomplacencia instilado en el guión me pareció tan irritante y tóxico en esa segunda inspección, que me rendí antes de la mitad de la película y salí huyendo de la sala, algo que no hice ni con Prometheus o Melancholia, dos de los peores churros que he visto en los últimos años.

Aturdido, decidí comprar boletos para ver Boyhood por tercera vez y ordenar un par de whiskys que me ayudaran a asimilar el calvario que acababa de vivir y a matar la media hora que quedaba antes de la función.

Fue entonces cuando recordé a  “Tabitha Dickinson”, todopoderosa, despiadada y tiránica crítica teatral, némesis del mismísimo Birdman y la más torpe y grosera de las caricaturas perpetradas por “Yi” y sus camaradas. Súbitamente todo tuvo sentido. Lo que a simple vista parecía una reflexión, frívola y fallida, en torno al enorme y frágil ego del artista y la integridad creativa, de pronto se me reveló como un burdo panfleto en contra de la crítica. El berrinche pueril de un ego mimado y herido.

Y es que hasta antes de Birdman, el “artista” previamente conocido como “González Iñárritu” había hilado una racha de rotundos fracasos con melodramas ramplones y miserabilistas que en su momento fueron merecidamente tundidos por los reseñistas. Por eso no puedo evitar sospechar que “el Negro” se valió de la impresentable “Tabitha” para tratar de curar en salud a su nueva obra y para exorcizar sus demonios, vomitando todo el resentimiento bilioso acumulado en la última década a través de ese engendro acomplejado y rebosante de cizaña. Para ello recurrió también a la sobadísima falsa dicotomía entre creación y crítica, aderezándola con la abominable y perezosa premisa de que cualquier creación, por mediocre y vacua que sea, es muy superior a lo que pueda decirse, en tono crítico, sobre ella.

Es obvio, y hombres tan sofisticados y cultos como “Yi” y sus coguionistas deberían saberlo, que semejante sofisma es un insulto a la inteligencia del espectador, pues muchos de los más grandes creadores de la historia, de Baudelaire a Octavio Paz pasando por Pound, Eliot, Wilde, Woolf, Orwell, Borges o Valéry, han sido críticos excepcionales. George Steiner merece más el Nobel de Literatura que la inmensa mayoría de quienes lo han recibido últimamente y ningún cinéfilo inteligente cambiaría algunos textos perfectos de Pauline Kael, Roger Ebert o García Riera por toda la filmografía de Alejandro “Yi” Iñarrítu. Además, no podemos ni debemos olvidar que Rohmer, Godard, Truffaut, Chabrol y compañía, primero revolucionaron la crítica cinematográfica desde las páginas de Cahiers du Cinéma y después aportaron varios clásicos imperecederos a la filmoteca universal.

No se trata de ponerse el saco ante el retrato esperpéntico del crítico trazado con torpeza por “Yi” y sus compadres, pero el apestoso tufo a superioridad moral que emana de él es francamente insoportable e ineludible y el obtuso maniqueísmo irradiado por el choque verbal entre el valiente antihéroe y la cruel villana, clímax de la historia, es prueba irrefutable de la indigencia intelectual de una película que se cree inteligentísima.

¿Por qué entonces, se preguntará el lector, la Academia decidió premiar semejante bodrio? Para empezar, no debería extrañarnos, la Academia casi siempre se equivoca y ha llegado a galardonar obras muchísimo peores que Birdman, que por lo menos cuenta con un puñado de virtudes innegables, empezando por la soberbia fotografía de Lubezki y algunos destellos de brillantez histriónica. Pero esa no puede ser toda la explicación, y por ello me atrevo a especular que la historia resonó con particular brío en la psique de buena parte de los miembros de la Academia porque, al ser ellos mismos artistas mediocres y egocéntricos obsesionados por el éxito y perpetuamente aterrados ante el inminente fracaso, no pudieron evitar sentirse profundamente identificados con la historia y el protagonista. Y muy especialmente, supongo, en el odio rabioso contra los críticos.

Pero la errada decisión de la Academia no tiene gran importancia. Sí, muy probablemente en los próximos meses Birdman recaudará una cantidad obscena de dinero gracias a esos tres generosos regalitos dorados (el de Lubezki me pareció muy merecido). Pero dentro de cincuenta años la gente seguramente volverá a Boyhood como nosotros volvemos una y otra vez a “Los 400 Golpes”, “El Ladrón de Bicicletas” o la “La Infancia de Iván”, mientras que Birdman reposará merecidamente en el limbo de las curiosidades olvidadas junto a buena parte de las películas ganadoras del Oscar.

La única escena de Birdman que sin duda pasará a formar parte de nuestra memoria colectiva es ese paseo en calzones que da Michael Keaton por Times Square, un destello brillante de slapstick que habría sido más efectivo si no lo hubieran quemado en el avance. Pero lo que más me gusta de esa imagen inolvidable es que funciona a la perfección como alegoría de la ceguera colectiva que encumbró a Birdman, una obra muy menor que se pasea en calzones alrededor del mundo exhibiendo sus miserias ante el aplauso casi unánime de un público que celebra ciegamente su elegante y flamante pero inexistente atuendo.

Precisamente al inicio de esa secuencia, Keaton pasa junto a un loco que recita histéricamente estas inmortales palabras de Shakespeare: “Life… is a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing.”

Independientemente de la lastimosa obviedad de una cita tan manoseada (cualquier bachiller lograría reconocer su origen sin mayor dificultad), su inclusión no deja de ser reveladora, pues define a la perfección a la película que la contiene.

Sí, acepto que quizá se me pasó la mano con en esa última comparación, pero quise hacerla desde la primera vez que vi la escena, y ante un culmen de la indulgencia autocomplaciente como Birdman, creo que tengo derecho a darme ese pequeño gusto culpable. Una de cal por las que van de arena…

Oscar Esquivel “Yi”.