Bernie’s Choice

Por Oscar E. Gastélum:

“La mesura, frente a este desorden, nos enseña que hace falta una parte de realismo a toda moral: la virtud enteramente pura es mortífera; y que todo realismo necesita una parte de moral: el cinismo es mortífero.”

Albert Camus

Para empezar debo confesar que llevo varios años admirando a Bernie Sanders, el polémico y valiente senador independiente de Vermont súbitamente transformado en popular precandidato presidencial del Partido Demócrata. Y es que me siento muy identificado con su preocupación por la clase trabajadora y los menos favorecidos, su férrea lucha en contra de la desigualdad, y hasta con el valor que se requiere para declararse “socialista” en un país en el que el socialismo está tan satanizado como la pedofilia o el ateísmo.

Y es que cuando Sanders se declara “socialista”, obviamente no lo hace pensando en las patrañas de los socialismos autoritarios tercermundistas (chavismos, castrismos, sandinismos, etc.), ni en el totalitarismo que marchitó económica y socialmente a las naciones que tuvieron la desgracia de quedar atrapadas detrás de la “cortina de hierro” durante la guerra fría. No, el socialismo abogado por Sanders es esencialmente democrático y tiene como inspiración a las socialdemocracias escandinavas, esa colección de países europeos que siempre están a la cabeza de todos los índices que miden la calidad de vida alrededor del mundo.

Y es que Sanders nunca ha sido un extremista, y su proyecto de nación, que incluye la construcción de un estado de bienestar sólido, como el que tienen todos los países civilizados del mundo, está incondicionalmente comprometido con el camino democrático. Además, su sorprendente y popular campaña le ha hecho un bien invaluable a la democracia norteamericana, pues ha puesto sobre la mesa temas importantísimos pero tradicionalmente olvidados y ha obligado a Hillary Clinton a recorrerse considerablemente hacia la izquierda en varios asuntos fundamentales. Por si esto fuera poco, Sanders ha logrado involucrar y entusiasmar a los votantes más jóvenes, sector que en cada elección suele engrosar las filas del abstencionismo apático.

Por todo esto es que ha sido tan decepcionante ver el peligroso giro que ha dado la campaña de Bernie en las últimas semanas. Pues si Trump logró seducir a la ultraderecha neonazi, racista, antisemita y xenófoba, parece que Sanders atrajo a la ultraizquierda descerebrada y autoritaria, esa que admira desde lejos a tiranuelos de “izquierda”, quema en la hoguera de la corrección política a cualquier incauto acusado de herejía, censura a sus adversarios ideológicos en lugar de discutir con ellos, maquilla su antisemitismo detrás de una obsesión malsana en contra de Israel, y está ciegamente convencida de que no hay ninguna diferencia entre Hillary Clinton y Donald Trump.

Pero el problema más grave es que el propio Sanders ha permitido que esos extremistas secuestren su campaña, convirtiéndola en un movimiento pueril, irresponsable y potencialmente violento, que parece querer destruir el añejo sistema democrático norteamericano (no combatir sus vicios). Es decir, ha mutado en una versión simétrica del Trumpismo. Y por si esto fuera poco, Bernie está aferrado a continuar su agresiva campaña en contra de Hillary, alegando, al más puro estilo de López Obrador, que el proceso está arreglado a favor de la exsenadora y ex Secretaria de Estado. El hecho de que Clinton tenga una cómoda ventaja de tres millones de votos sobre su rival no basta para penetrar la burbuja de sectarismo y dogmatismo puritano en que la secta sanderista ha decidido resguardarse de la dura realidad.

Embriagados con la certeza de que su causa es moralmente superior a cualquier otra, ni Sanders ni sus acólitos parecen comprender el riesgo que entraña, no sólo para EEUU sino para el mundo entero, obstinarse en continuar una campaña que tienen virtualmente perdida y en la que los ataques contra Clinton cada día son más virulentos y divisivos. Si Bernie se empeña en destruir la imagen de Hillary ante su amplia base de simpatizantes y cumple su amenaza de reventar la Convención Demócrata, el único beneficiario será el presidente Donald Trump. Pues cada vez que un partido ha llegado dividido a su respectiva convención, ha terminado perdiendo la elección presidencial.

Pero por desgracia esto no es nada nuevo, pues la ultraizquierda reaccionaria y antidemocrática siempre se ha caracterizado por sentir un ponzoñoso desdén por él gradualismo democrático y ha sido una tenaz enemiga de políticos moderados, pragmáticos y reformistas como Clinton. Obviamente, los resultados de esta miopía ideológica han tenido consecuencias desastrosos a través de la historia. En 1968, por ejemplo, los radicales del partido demócrata se empecinaron en nominar como candidato presidencial al activista pacifista Eugene McCarthy, y cuando su candidato fue derrotado por Hubert Humphrey decidieron no votar por él, garantizándole el triunfo, nada más y nada menos que a Richard Nixon.

Doce años después, en 1980, la ultraizquierda decidió no votar por Jimmy Carter pues no podían perdonarle el haber derrotado al consentido Ted Kennedy en las primarias, y su berrinche facilitó el ascenso de la “revolución” conservadora de Ronald Reagan. Y, para no ir tan lejos, en el año 2000 George Bush ascendió a la presidencia gracias a los imbéciles que prefirieron tirar su voto a la basura al sufragar por Ralph Nader, candidato del Partido Verde, antes que por el aburrido pero competente Al Gore. No hay que olvidar que Bush Junior ganó esa elección gracias a una, muy cuestionada, diferencia de 537 votos en Florida, estado en el que Nader obtuvo 97,421 sufragios…

Así es, la necedad supina de la izquierda reaccionaria es parcialmente responsable del triunfo de tres de los presidentes conservadores más nocivos en la historia de EEUU, y sin su invaluable ayuda Nixon y su ruin lacayo Kissinger no hubieran podido ordenar los bombardeos clandestinos sobre Camboya, ni apoyar el golpe de Pinochet en Chile, ni declarar su estúpida y sanguinaria guerra contra las drogas. Reagan jamás hubiera logrado desregular el sistema financiero, disparate que desembocó en la gran recesión de la última década. Y los sueños del subnormal Bush Junior, incluyendo la invasión de Irak, jamás se hubieran convertido en una pesadillesca realidad.

Pero ninguno de esos espeluznantes ejemplos supera el pecado electoral más grande jamás cometido por la izquierda reaccionaria y antidemocrática. Pues no debemos olvidar que en la Alemania de la República de Weimar el Partido Comunista se negó rotundamente a aliarse con los socialdemócratas de centroizquierda para enfrentar unidos la amenaza civilizatoria que representaba el nazismo. E incluso, un arranque de miopía histórica imperdonable, Ernst Thälmann, líder de los comunistas alemanes, se deshonró eternamente al calificar a los socialdemócratas como: “el ala moderada del fascismo”. Una declaración que hoy encuentra eco en las almas puras que aseguran que no hay ninguna diferencia entre un troglodita fascista e impredecible como Trump y una política moderada, calculadora e imperfecta, pero sensata, seria y probadamente progresista como Hillary Clinton.

Bernie Sanders aún puede pasar a la historia como un influyente político progresista que transformó para bien el programa de la izquierda norteamericana (no hay que olvidar que la dirigencia del Partido Demócrata ya le asignó cinco representantes en el comité que redactará su plataforma, apenas uno menos de los que tendrá Hillary), y logró sacar de la apatía a una generación desencantada con la política. Para que eso suceda, Bernie debe cesar inmediatamente sus feroces e injustos ataques en contra de Clinton, abandonar su exitosa pero irremediablemente rezagada campaña cuanto antes, y apoyar enérgicamente a Hillary en contra de Trump, el verdadero enemigo de todo lo que Bernie, Hillary y la inmensa mayoría de sus simpatizantes, amamos y respetamos.

Sí, los fanáticos lo acusarán de traicionar a la causa y ahogarán su resentimiento bilioso absteniéndose o votando por Trump, pero la inmensa mayoría de sus seguidores, incluyendo a los más idealistas y a los más jóvenes, seguirán su ejemplo y apoyarán a Clinton. La alternativa es seguir desgastando a la candidata que ha ganado claramente el voto popular, y tratar de reventar la convención con rabietas y lloriqueos dignos de un caudillo tercermundista. En caso de que se dé este último escenario, la izquierda llegará dividida a la elección y le regalará la presidencia a Trump en charola de plata. Las consecuencias de ese desenlace son muy predecibles pero ominosamente inciertas. Sólo nos queda esperar y confiar en que Bernie esté a la altura de esta encrucijada histórica…