Aylan o la insoportable levedad de la empatía

Por Oscar E. Gastélum:

“But empathy today is becoming what love was in the 1960s—a sentimental ideal, extolled in catchphrases (what makes the world go round, what the world needs now, all you need) but overrated as a reducer of violence The Old Testament tells us to love our neighbors, the New Testament to love our enemies. The moral rationale seems to be: Love your neighbors and enemies; that way you won’t kill them. But frankly, I don’t love my neighbors, to say nothing of my enemies. Better, then, is the following ideal: Don’t kill your neighbors or enemies, even if you don’t love them. The ultimate goal should be policies and norms that become second nature and render empathy unnecessary. Empathy, like love, is in fact not all you need.”

Steven Pinker

 

La empatía es una emoción veleidosa, impredecible e irracional. Un impulso útil para ayudarnos a encarar la vida cotidiana y modular las relaciones con nuestros seres más cercanos y queridos, pero una pésima guía a la hora de reconocer causas justas y diseñar estrategias y políticas públicas para aliviar males sociales o solucionar conflictos internacionales.

Pues, a pesar de su buena fama, merecida en muchos aspectos, la empatía es ese impulso visceral y provinciano que lleva a millones de personas a llorar sinceramente frente al televisor por un niño que cayó a un pozo mientras ignoran un genocidio que se está cometiendo en ese mismo instante en algún país lejano. Ejemplos de lo que digo sobran pero tendré que conformarme con exponer un par que aún están frescos en la memoria colectiva para ilustrar mi afirmación.

México lleva casi una década enfrascado en una guerra absurda y sanguinaria en la que diariamente mueren y desaparecen inocentes. Pero, a pesar de que a lo largo de los últimos dos sexenios han muerto más de 150,000 personas y otras 20,000 están desaparecidas, no fue hasta que 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa fueron torturados, ejecutados y desaparecidos por el narcoestado mexicano, que la sociedad finalmente reaccionó con la indignación que la espeluznante situación del país merecía desde hacía años.

Los primeros sorprendidos ante esa súbita toma de conciencia colectiva deben haber sido los propios criminales, acostumbrados como estaban a sembrar impunemente de cadáveres las montañas de Guerrero, y el país entero, ante la más absoluta indiferencia social. ¿Por qué ese caso en particular, 43 gotas en un inmenso y profundo  océano de sangre, conmovió tanto a un país que parecía anestesiado ante el horror cotidiano? Podemos especular al respecto, e incluso celebrar ese tardío y anhelado despertar, pero el misterio permanecerá irresuelto.

El otro ejemplo es más reciente e incluye un elemento que históricamente ha logrado desencadenar insólitas e inesperadas epidemias de empatía: una foto que logra exponer, mejor que mil palabras, el horror detrás de un conflicto armado. Me refiero, obviamente, a la desoladora imagen del pequeño cuerpo sin vida de Aylan Kurdi, un niño sirio que, al tratar de huir en compañía de su familia del infierno indescriptible en que se ha transformado su país, encontró la muerte en el mar Mediterráneo cuando la barca en que viajaba naufragó antes de alcanzar suelo europeo.

La guerra siria estalló hace cuatro años, cuando un pueblo harto de ser sojuzgado se levantó en armas en contra de la dinastía tiránica que llegó al poder mediante un golpe de estado hace más de cinco décadas, imponiendo una dictadura sanguinaria y confesamente inspirada en el fascismo europeo, aunque con un toque de sectarismo islámico. Entre los innumerables crímenes cometidos por la familia Al-Assad, dueña absoluta del país desde hace más de 45 años, está la masacre de 1982 en la ciudad de Hama, en la que el padre del actual sátrapa asesinó a más de 30,000 de sus propios ciudadanos.

Por si esto fuera poco, el impresentable régimen sirio se ha caracterizado por su irreprimible tendencia a financiar y proteger a grupos terroristas como Hezbollah y Hamás, además de intervenir constantemente en los asuntos internos de su vecino Líbano, llegando al extremo de asesinar a un influyente y queridísimo ex Primer Ministro, hostil a sus intereses intervencionistas. Para no hablar de su intento, frustrado por la fuerza aérea israelí, de producir una bomba atómica con ayuda de Corea del Norte.

En cuatro años de conflicto, más de 250,000 personas, incluidos decenas de miles de niños, han muerto, y más de cuatro millones de civiles han tenido que huir y convertirse en refugiados hacinados en campos inmundos construidos por sus agobiados vecinos. Pero a pesar de este sufrimiento inconmensurable y sin paralelo en el mundo actual, la comunidad internacional había permanecido hundida en una imperdonable indolencia.

Ni siquiera las fotos de cuerpos infantiles inertes, gaseados sin misericordia por el ejército asesino de Bashar Al-Assad, lograron despertar la caprichosa empatía de esos rebaños biempensantes que suelen aullar cada vez que Israel responde a las provocaciones de Hamás, comparando histéricamente a la única democracia de la región nada más y nada menos que con los nazis.

Para comprender la demencial desproporción entre la atención obsesiva que se le presta al conflicto palestino-israelí y la imperdonable indiferencia que eclipsó la guerra civil siria, basta con recordar que en los 67 años que ha durado el primero, han muerto aproximadamente 22,000 civiles, mientras que en tan solo cuatro años, un cuarto de millón de seres humanos perdieron la vida en la segunda. Pero las estadísticas y las razones no conmueven a los poseídos por la empatía, pues es una emoción selectiva y cargada por los prejuicios de quien la padece.

El punto es que durante más de cuatro años, la misma gente furibunda que evoca a Hitler, Auschwitz y el gueto de Varsovia a la menor provocación cuando se trata de defender a Palestina del malvado Israel, no tuvo tiempo o energía para preocuparse o tratar de socorrer al martirizado pueblo sirio. Aunque, en honor a la verdad, habría que recordar que esa mala broma conocida como “comunidad internacional” sí volteó a ver a Siria antes de que se publicara la desoladora imagen de Aylan, pero por un instante brevísimo.

Me refiero a esa oportunidad perdida e irrecuperable, justo después de que Assad usara armas químicas en contra de su pueblo y poco antes de que ISIS emergiera como una amenaza igual o más peligrosa que el tirano acorralado, en que Obama trató, hay que reconocer que sin mucho ímpetu, de encabezar una coalición internacional que interviniera militarmente en Siria para detener la carnicería.

Fue en ese momento crítico cuando las almas puras de Occidente voltearon brevemente a ver a Siria. Y lo que hicieron fue poner el grito en el cielo, maldecir a Obama y acusarlo de ser un imperialista sediento de sangre, mientras se burlaban de que semejante monstruo hubiera recibido el premio Nobel de La Paz. Para desgracia del pueblo sirio, la pusilanimidad bovina del pacifismo occidental triunfó y tanto el Congreso gringo como el Parlamento británico, para su eterno oprobio, rechazaron cobarde e irresponsablemente la moción de Obama.

Para guardar las apariencias y tras una farisaica mediación de Putin, Assad aceptó entregar su arsenal químico, ese que el propio Putin le había abastecido, a cambio de continuar aniquilando a su pueblo impunemente con armas convencionales. La masacre de hombres, mujeres y niños inocentes se reanudó y la comunidad internacional, muy satisfecha consigo misma por haber detenido una “agresión imperialista”, volvió a mirar hacia otro lado.

Decenas de miles de muertos después, los refugiados sirios, cansados de esperar una ayuda que nunca iba a llegar, decidieron tomar la iniciativa y emprender por cuenta propia el peligroso camino rumbo a una vida digna. Fue en esa búsqueda desesperada que Aylan, su hermano y su madre perdieron la vida. Todos sabemos lo que pasó después, una fotógrafa turca captó esa imagen infame en una playa pedregosa y la caprichosa “comunidad internacional” despertó nuevamente de su repelente letargo.

No, no podemos fiarnos de nuestra capacidad empática a la hora de enfrentar problemas complejos y cuando la vida de millones de seres humanos está en juego. Pues es absurdo depender de que en cada crisis aparezca una dramática fotografía que nos indigne lo suficiente como para motivarnos a actuar, y no podemos confiar en que esa reacción visceral no nos ciegue e impida que tomemos las mejores decisiones posibles para aliviar el sufrimiento de quienes nos necesitan.

Sí, es humanamente imposible sentir empatía por siete mil millones de desconocidos, pero no lo es asimilar racionalmente la serena convicción moral de que la vida de todos y cada uno de esos individuos a los que nunca conoceremos, vale exactamente lo mismo que la de nuestros más entrañables seres queridos. Partiendo de esa certeza, ecuánime y desapasionada, tenemos más posibilidades de aminorar efectivamente el sufrimiento humano. En contraste, la iracundia histérica y engañosa en que suele hundirnos la empatía, luce inútil y potencialmente contraproducente.

La humanidad se beneficiaría más de hombres y mujeres que, bien informados y conscientes de su responsabilidad, decidieran fría y reflexivamente firmar un cheque a nombre de Médicos Sin Fronteras, Oxfam, o la organización más apropiada para ayudar en cada caso específico, que de la existencia de una masa que llora sincera y desconsoladamente frente al televisor por una niña que cayó a un pozo o un león asesinado, mientras espera a que una fotografía desgarradora encause sus lágrimas en la dirección correcta.

Pues como dijo el gran Paul Bloom, eminente psicólogo que ha luchado como nadie para desmitificar el ciego impulso empático: La empatía nos hace humanos, es lo que nos convierte en sujetos y objetos de interés ético. Pero la empatía nos traiciona en el momento en que decidimos usarla como guía moral…