Autopsia de un debate

Por Óscar E. Gastélum:

“Time spent arguing is, oddly enough, almost never wasted.”

― Christopher Hitchens

A estas alturas de la semana ya sólo los enfermos hundidos en un coma profundo ,o los ermitaños que habitan en cuevas o en pilares en medio del desierto, no se han enterado de que el pasado martes 26 de febrero Pablo Majluf le dio una tunda de antología a Antonio Attolini en el programa del periodista Julio Hernández López, transmitido por Radio Centro. Nunca he sido fan de ese tipo de enfrentamientos, pues en la mayoría de los casos se termina privilegiando el espectáculo sobre la substancia, los trucos retóricos sobre la solidez de los argumentos, y ante un régimen tan peligroso como el de López Obrador, banalizar la política es jugar con fuego. Sin embargo, en esta ocasión era uno de mis mejores amigos quien se enfrentaba al vocero más rastrero e inescrupuloso del régimen, así que no podía desentenderme del asunto. Y qué bueno que no lo hice, pues para mi sorpresa, el ejercicio no sólo resultó entretenido sino tremendamente valioso y revelador.

Para empezar, debo confesar que cuando Majluf me comentó que lo estaban buscando para debatir con Attolini, mi consejo tajante fue que rechazara la invitación. Me parecía muy obvio que nada bueno podría salir de un encuentro con un personaje tan ínfimo, un tipo que saltó a la fama gracias a su oportunismo craso y a su impúdica lambisconería. Mi advertencia para Majluf podría resumirse más o menos así: aspiras a ser un intelectual serio y vas en franco ascenso, si te rebajas a debatir contra un bufón de feria te arriesgas a legitimarlo o a quedar asociado para siempre con gente de su calaña en el imaginario colectivo. En pocas palabras, había poco que ganar y mucho que perder. Pablo coincidió en que era riesgoso, pero, para fortuna de todos los que nos oponemos al régimen maligno y destructivo del demagogo, decidió jugársela y aceptó la invitación.

En cuanto me comunicó su decisión empezamos a discutir estrategias. Coincidimos en que el único camino honorable para enfrentar a un merolico bravucón como Attolini era contrastar su vacuidad vociferante y mendaz, con argumentos, estadísticas, seriedad y honestidad intelectual. Así pues, Pablo tenía que ser rigurosamente fiel a sus valores y principios y respetar tanto al auditorio como a su indigno adversario y al anfitrión del programa. Insisto en que realmente nunca existió otra opción, pero una vez establecido lo obvio, Majluf comenzó su preparación y, tomando el reto con toda la seriedad del mundo, pasó horas estudiando la historia de las Organizaciones de la Sociedad Civil, recopilando datos y analizando a su rival (una tarea que no le deseo ni a mi peor enemigo).

Quiero aclarar que nunca me pasó por la mente que Pablo pudiera perder el debate a nivel racional, lo que me preocupaba (mucho), era que el merolico que tendría enfrente, muy bien adiestrado en el arte de aturdir y enturbiar, lograra confundir al público con sus trucos. Y es que no podemos olvidar que una epidemia global de irracionalidad y antiintelectualismo ha infectado a millones de nuestros congéneres desde hace un par de años, volviéndolos ridículamente propensos a tragarse las mentiras y los sofismas delirantes de demagogos de toda laya. Trump y López Obrador, sin ir más lejos, ganaron sus respectivas elecciones mintiendo a mansalva y balbuceando estupideces frente a rivales muchísimo más serios. ¿Pasaría algo parecido entre Attolini y Majluf? ¿Preferirían los radioescuchas al payaso lenguaraz sobre el intelectual sobrio y preparado? Confieso que temía lo peor.

Cuando finalmente llegó el día del debate, ambos contrincantes se mantuvieron fieles a su esencia y cumplieron cabalmente con mis expectativas. Desde el primer instante Attolini fue una metralleta de insultos, falacias y disparates alucinantes (entre otras cosas afirmó que los fenicios y los aztecas eran pilares de la civilización occidental y desdeñó la lógica como un conjunto de “terminajos latinajos”). Además, el tipo volvió a demostrar que es capaz de hablar sin parar durante varios minutos sin decir absolutamente nada, y aderezó su diarrea verbal con una que otra alabanza para su amo tabasqueño y con algunas cápsulas de propaganda diseñadas para normalizar el autoritarismo y para socavar el frágil consenso democrático que la sociedad civil mexicana construyó a través de décadas de lucha. Majluf, por su parte, jugó el papel de adulto en la discusión, no se dejó enredar, aportó datos, emitió argumentos, y por momentos se comportó como un profesor universitario exasperado que hacía acopio de paciencia para explicarle, por enésima ocasión, una obviedad a un alumno particularmente obtuso.

Cuando el programa concluyó me dejó la sensación de que acababa de atestiguar un encuentro entre dos personas que hablaban idiomas muy diferentes. Attolini domina el lenguaje de la demagogia, el dogma y la mentira; y Majluf el de la razón, la democracia y la decencia intelectual. Pero para mi inmensa sorpresa, y como podrá comprobar cualquiera que se eche un clavado en el caudaloso río de comentarios publicados desde entonces, la arrolladora mayoría de la gente que vio o escuchó la discusión simpatizó con la honorabilidad de Majluf y despreció la venenosa verborrea de Attolini. Un resultado por demás sorpresivo y esperanzador. Horas después, ya mucho más tranquilo, decidí volver a ver el debate completo, y cuando me topé con el hoy célebre fragmento de la “hegemonía” una voz en mi cabeza gritó “¡Eureka!”, ése era el instante que encapsulaba a la perfección todo el encuentro y que le hacía justicia a la demoledora superioridad de Majluf. Lo recorté, lo subí a Twitter y el resto es historia. Baste decir que publicar ese demoledor video fue como patear un nido de serpientes venenosas. Y es que 48 horas después del debate, algunos de los propagandistas más impresentables y agresivos de la secta seguían atacando a Majluf y tratando de descalificarlo hurgando en su pasado cual roedores rabiosos. Pero el daño ya estaba hecho, y la iracundia de esos trogloditas solo sirvió para confirmar la magnitud de su derrota.

Pero más allá de celebrar el contundente triunfo de un buen amigo, o de regodearnos en la schadenfreude que produce ver humillado a un ser tan abyecto y pérfido como Attolini, lo más importante de este insólito episodio es la esperanzadora lección que le deja a la resistencia: La razón, la lógica, la seriedad y la honestidad intelectual aún pueden derrotar a la demagogia, la frivolidad y la mentira. Sí, López Obrador todavía puede pararse cada mañana frente al país y mentir sin pudor y sin perder un ápice de popularidad. Quizá eso se deba a que la gente está respetando su bono democrático y ha decidido darle un plazo insólitamente largo para demostrar que realmente puede transformar al país para bien (aunque sospecho que tarde o temprano terminará cobrándole muy caro su inevitable fracaso). Pero, por lo pronto, es un hecho que esa licencia que los mexicanos le expidieron al demagogo para engañarlos y delirar en público no incluye a sus propagandistas y voceros. El teflón del demagogo no los protege a ellos, y cada vez que salgan a debatir en medios deben tratar de defender al régimen con las armas de la razón, una tarea prácticamente imposible.

Un día después del debate, mi querido amigo Álex Ramírez-Arballo, académico de Penn State, me recordó que el inmortal poeta polaco Czesław Miłosz escribió un hermoso poema en honor a Jeanne Hersch, la eminente filósofa suiza de origen judío. En el poema, Miłosz enumera las invaluables lecciones que Hersch le legó a la humanidad. Permítame, querido lector, citar sólo cuatro de esas invaluables enseñanzas pues en esta tenebrosa era, en la que los demagogos y la posverdad campean a sus anchas, resultan tremendamente conmovedoras:

  • Que la razón es un regalo de Dios y que hemos de creer en su capacidad para ayudarnos a comprender el mundo.
  • Que se equivocaron quienes pretendían socavar nuestra confianza en la razón enumerando las fuerzas que intentan usurparla: la lucha de clases, la libido, el ansia de poder.
  • Que el amor a la verdad es una prueba de libertad y que la esclavitud se exhibe en la mentira.
  • Que la verdad objetiva existe, de modo que entre dos aserciones contrarias una es verdadera y la otra es falsa, exceptuando algunos casos muy concretos en los que es legítimo mantener la contradicción.

 

No olvidemos nunca que esas son algunas de las ideas sagradas que el demagogo y su secta deben destruir para imponer esa hegemonía gramsciana a la que aspiran. Y es que cada vez que nos enfrentamos a este régimen autoritario y zafio, no solo estamos luchando por el futuro de nuestro país, sino que estamos defendiendo un puñado de valores universales que son los verdaderos cimientos de nuestra civilización, y que no tienen nada que ver con los fenicios o los aztecas…