Por Oscar E. Gastélum:

“Slow down, you’re too important. Life teaches you really how to live it, if you live long enough.”

Tony Bennett

Pasé el otoño de 2009 en Londres, buscando refugio ante una de las peores crisis existenciales de mi vida en el único rincón del mundo que podía ofrecérmelo. En aquella época turbulenta, los despertares eran auténticas cámaras de tortura en las que solía revolcarme durante las primeras horas del día hasta que la luz del sol lograba abrirse paso lentamente entre tinieblas de recuerdos, disipando finalmente a los fantasmas.

Pero la mayoría de las noches eran oasis de serenidad en los que, de vez en cuando, la vida podía volver a parecer digna de ser vivida. Por eso no me sorprende haber estado en ese preciso lugar, departiendo alegremente con un puñado de amigos, justamente aquella noche en que los flashes de los paparazzi, que acechaban como hienas sobrealimentadas y voraces al otro lado de la calle, se dispararon con furor inédito anunciando su presencia.

Corría el rumor de que aquel local de moda en Camden Town era frecuentado por el Príncipe Harry, y ante aquel súbito alboroto las mujeres de la mesa, emocionadas, dieron por hecho que tendrían la oportunidad de departir con el codiciado pelirrojo de sangre azul. Pero la realidad detrás de aquel inescrutable séquito de guardaespaldas que ingresó al lugar apresuradamente tratando de proteger a un misterioso «Alguien» de la mirada rapaz de los fotógrafos, resultó muchísimo más estimulante, al menos para mí, que aquella mediocre fantasía monárquica.

A pesar de la música ensordecedora, el murmullo generalizado esparció su nombre a través del lugar en cuestión de segundos. Cuando el rumor llegó a nuestra mesa y esas tres letras alcanzaron mis oídos, mi cuerpo se estremeció con un escalofrío. Su música había sido parte esencial de mi vida durante, por lo menos, cinco años y en los últimos, tenebrosos, meses se había transformado en un amargo bálsamo para mi corazón herido y en combustible para mi mente exhausta.

Aún no salía de mi estupefacción cuando las primeras notas de “Valerie” estallaron a manera de homenaje y bienvenida en los altavoces del lugar provocando que la incredulidad se transformara en júbilo generalizado. En esa época ingrata, los chistes pesados a expensas de su caótica existencia eran moneda corriente, pero aquella noche atestigüé cómo el sarcasmo se mordió la lengua y hasta los hispsters más cínicos se transformaron súbitamente en niños emocionados y conmovidos ante su magnética presencia.

Pasamos el resto de la noche hablando de su música y de cómo había transformado nuestras respectivas existencias, y atisbando desde lejos y entre la multitud cómo aquella diminuta muchacha judía nacida en el norte de Londres y dotada de una voz digna de una diosa negra, contoneaba de un lado para el otro la inmensa colmena que solía esculpir sobre su cabeza. ¿Qué está bebiendo? Le pregunté intrigado a uno de los meseros que entraba y salía de la sala VIP que la alojaba, “whisky y coca”, respondió en tono irritado pero comprensivo señalando mi vaso de Jack & Coke con un guiño cómplice. Confieso que sentí una punzada en el corazón ante aquella intrascendente coincidencia.

Saco a cuento esta anécdota baladí e imbuida de literatura porque la semana pasada finalmente pude ver “Amy”, el extraordinario documental sobre su vida dirigido por Asif Kapadia, y debo confesar que fue una experiencia a un tiempo luminosa y desoladora. Y es que los realizadores lograron producir una radiografía personalísima, honesta y sin concesiones de una de las figuras fundamentales de nuestro tiempo, exponiendo sin pudor el alma atormentada de una artista auténtica y excepcional, en toda su fragilidad, miseria y grandeza.

Quizá el acierto más sobresaliente de una película en la que abundan, es que confirma, fuera de toda duda, lo que muchos intuíamos desde hacía años, que los trances autodestructivos en los que nuestra heroína se desplomaba constantemente, sus adicciones y su tórrido y sórdido romance con el patán caricaturesco que inspiró sus mejores canciones, no eran mórbidos coqueteos con la muerte sino intentos desesperados por sentirse viva. Y es que Eros y Thanatos se disputaron su psique hasta el último instante de su existencia.

Nunca he conocido a un detractor suyo con el que valga la pena discutir, pero el documental me recordó el asco que siento por ellos y me envalentonó para enfrentarlos desde esta modesta tribuna. En mi experiencia personal se dividen en dos grandes grupos. Están los imbéciles puritanos que desde el inicio de su carrera la tildaban de perezosa, aplicando los estrechos estándares de la ética de trabajo calvinista sobre una artista que creaba a través de sus heridas, transformando mágica y penosamente su dolor en arte, y que por lo mismo jamás hubiera podido maquilar disciplinadamente un disco cada año, o someterse a las fechas de entrega exigidas por la insaciable glotonería de la industria musical.

Y están los otros, los más detestables de todos. Aquellos que se atreven a juzgar su trágica muerte y tormentosa existencia, valiéndose de una moralina ramplona y repugnantemente sentenciosa, e incluso osan atribuir su merecidísima gloria al escándalo que la rodeó en los últimos años de su vida y a la condescendiente imagen de rockstar que los medios de comunicación fijaron en el imaginario colectivo. Pobres diablos incapaces de reconocer un talento insólito aunque lo tengan frente a las narices, o de entender que el dinero, la fama y el “éxito”, muchas veces no alcanzan para comprar la paz mental de un ser humano hipersensible y complejo.

Pero esa gentuza insignificante puede seguir escupiendo su envidia ponzoñosa y resentida sobre la memoria de una mujer que sucumbió luchando contra ese mar embravecido e infestado de tiburones que era su propia mente, sin que tengamos que inmutarnos de su necedad vociferante, pues es obvio que son incapaces de ver más allá de la fétida cloaca emocional en la que han chapoteado desde el primer instante de sus triviales y lastimeras existencias.

Un año después de aquel encuentro distante, fortuito e inolvidable, conocí a una mujer maravillosa (que además se le parece físicamente aunque con una dosis extra de sensualidad y belleza) que transformó radicalmente mi existencia. Gracias a ese venturoso e inesperado hallazgo, en un abrir y cerrar de ojos, el mundo recobró su color y la vida su sentido. La pesadilla había terminado.

Pero estoy obligado a confesar que si logré salir ileso de aquella larga y tenebrosa etapa vital fue en gran medida gracias a la constante compañía de su voz incomparable y a la venenosa dulzura destilada a través de esa música antiquísima que ella transplantó a nuestra era, actualizándola desinteresadamente para fortuna de nuestra privilegiada generación, y aderezándola con dolorida autenticidad, una buena dosis de ironía y exquisito buen gusto.

Su muerte me sorprendió en uno de los mejores momentos de mi vida, y la conciencia intensamente dolorosa de su pérdida irreparable adquirió un tono aun más sombrío cuando comprendí que aquella mujer prodigiosa perdió una batalla muy similar a la que, sin saberlo, me ayudó a ganar a mí.

En una de las últimas escenas del soberbio y esclarecedor documental que usé como pretexto para escribir este texto, el gran Tony Bennett declara, sin que le tiemble la voz, que el nombre de Amy Winehouse merece ocupar un lugar en el firmamento musical junto al de leyendas rutilantes e indiscutibles como Ella Fitzgerald y Billy Holiday. Que una joven y atormentada mujer que solo tuvo tiempo para grabar dos discos merezca semejante reconocimiento en boca de uno de sus más grandes ídolos, es otra prueba irrefutable de su descomunal grandeza.

Couldn’t agree more, Mr. Bennett…