Por Oscar E. Gastélum:

“There exists a subterranean world where pathological fantasies disguised as ideas are churned out by crooks and half-educated fanatics for the benefit of the ignorant and superstitious. There are times when this underworld emerges from the depths and suddenly fascinates, captures, and dominates multitudes of usually sane and responsible people, who thereupon take leave of sanity and responsibility.”

Norman Cohn

Tras la espeluznante y trágica marcha neonazi de Charlottesville, Donald Trump trató de proteger a sus camaradas supremacistas blancos (que no sólo son parte integral de su base electoral sino también su potencial guardia pretoriana en caso de que su presidencia se vea amenazada) trazando una falsa equivalencia moral entre estos y los activistas que se manifestaron en su contra, declarando que si bien la “alt-right” (cómo se le conoce eufemísticamente a esta coalición fascista que incluye lo mismo a neonazis que a miembros del Ku Klux Klan) era indefendible, la “alt-left” no se quedaba atrás y tenía tanta responsabilidad como los nazis (que lo mismo blandieron antorchas que armas semiautomáticas) en la violencia que se suscitó durante la marcha y que desembocó en el atentado terrorista que segó la vida de una joven manifestante antifascista. Sobra decir que semejante equiparación es tan absurda e insultante que sirvió para exponer una vez más ante la estupefacta mirada del mundo la innegable vena fascistoide del energúmeno naranja.

Sí, es obvio que entre los nazis y quienes se oponen a ellos (incluso si estos últimos recurrieran a estrategias torpes o contraproducentes) hay un abismo moral infranqueable, pero eso no significa que la ultraizquierda no pueda llegar a ser tan nociva y peligrosa como la ultraderecha. Con su declaración taimada y falaz incluso pareciera que Trump no sólo trataba de cobijar a sus queridos neonazis (quienes hoy más que nunca tienen la certeza de que uno de los suyos despacha en la Casa Blanca) sino también tender un manto protector sobre  la verdadera alt-left, esa que no sólo existe sino que está lejos de ser enemiga del fascismo que él y sus simpatizantes encarnan mejor que nadie. Y es que en este par de años infaustos, los peores que la democracia liberal ha tenido que sortear en las últimas décadas, nadie ha sido mejor aliado del fascismo rampante que la izquierda reaccionaria encarnada por personajes de la calaña de Julian Assange, Jeremy Corbyn, Jill Stein, Jean-Luc Mélenchon, Pablo Iglesias, Glenn Greenwald y un larguísimo etcétera de individuos y organizaciones deleznables, incluyendo, claro, a sus equivalentes mexicanos.

De hecho, una de las claves para entender el súbito ascenso del fascismo alrededor del mundo consiste en desmenuzar esa alianza innoble tejida entre los extremos del espectro político, una versión posmoderna y extraoficial del pacto nazi-soviético. Dicha alianza fue fomentada maquiavélicamente por el tirano ruso Vladimir Putin que no sólo ha financiado generosamente a ambos bandos sino que ha difundido sin descanso sus delirios ideológicos a través de sus letrinas propagandísticas disfrazadas de agencias noticiosas. Y es que el zar de la cleptocracia rusa supo reconocer mejor que nadie las múltiples afinidades ideológicas que existen entre esas supuestas antípodas y las ha usado hábilmente para debilitar a sus aborrecidos enemigos occidentales y para desprestigiar a la democracia liberal. Y esos son precisamente los puntos más importantes que la ultraderecha y la ultraizquierda  tienen en común: un odio ciego e irracional en contra de la civilización occidental y un arraigado desprecio por la democracia liberal.

Para probar lo que digo basta con analizar las múltiples coincidencias que existen entre ambas sectas, semejanzas que frecuentemente las vuelven indistinguibles. Ambas prosperan a la sombra del resentimiento, confunden el antagonismo pueril y reaccionario con la auténtica rebeldía y fomentan entre sus miembros una versión adulterada del escepticismo, lo que frecuentemente los lleva a abrazar teorías de la conspiración delirantes y bochornosas. Todo eso se refleja en el profundo desprecio que sienten por líderes democráticos, moderados y pragmáticos (imperfectos como cualquier ser humano pero indudablemente progresistas) como Barack Obama, Hillary Clinton, Emmanuel Macron o Tony Blair. Un desprecio sólo comparable al fervor que los tiranos de toda laya despiertan en sus confundidos corazones. Y es que ni la ultraizquierda ni la ultraderecha pueden ocultar su perturbadora fascinación por los autócratas, del carnicero Assad al siniestro payaso Maduro, pasando por su amado benefactor Vladimir Putin, ni resistir la tentación de convertirse en sus propagandistas y apologistas.

Pero el mal gusto ético e intelectual que hace que esta gente prefiera a Putin sobre Obama y que los lleva a tomar partido a favor del carnicero y asesino de masas Bashar al-Assad aun en contra de sus millones de víctimas y de la comunidad internacional, también se manifiesta en las deplorables lecturas a las que su mentalidad conspiracionista los orilla. Y es que siempre preferirán leer la propaganda descarada de las cloacas propagandísticas rusas (Sputnik y RT), o basura ideológicamente sesgada estilo Breitbart y The Intercept, o algún blog redactado por un perdedor delirante como ellos, antes que abrir el New York Times o sintonizar la BBC. Y mucho me temo que esa extraña desconfianza por los medios tradicionales está directamente relacionada con otro punto de encuentro entre ambos extremismos: el antisemitismo. Y es que no podemos olvidar que la ultraizquierda y la ultraderecha SIEMPRE han coincidido en la superstición de que los pérfidos judíos controlan los medios de comunicación. Sí, los neonazis de la alt-right son muchísimo más explícitos y sinceros en su odio por los judíos, pero la enfermiza obsesión que Israel despierta en la alt-left deja en evidencia su odioso y tóxico prejuicio. Además, ambos grupos coinciden en la identidad del siniestro judío que funge como titiritero del nuevo orden “globalista” (los antisemitas de antaño preferían el término “cosmopolita”). Me refiero a George Soros, un billonario húngaro que gasta buena parte de su inmensa fortuna en promover la democracia alrededor del mundo y que ha sustituido a los Rothschild y a los Rockefeller como el anticristo en el imaginario del antisemitismo mundial.

Y así podríamos seguir enumerando coincidencias entre la ultraderecha y la ultraizquierda: ambas son chovinistas y parroquiales y por ello detestan la globalización, las dos aborrecen a la Unión Europea y sueñan con destruirla, etc., etc. Pero lo que pretendo con este texto es advertir que la izquierda, cuyo peor defecto es esa autocomplaciente fe ciega en su propia superioridad moral, no puede darse baños de pureza ni cerrar los ojos ante la peligrosidad de su ala más radical. Y es que esa ultraizquierda reaccionaria que hoy pacta con el fascismo internacional para destruir a la democracia liberal, desciende moral e intelectualmente de algunos de los regímenes más sanguinarios de la historia, y sus ancestros no sólo incluyen a monstruos como Lenin, Stalin, Mao y Pol Pot, sino a los millones de cretinos útiles que en su momento fungieron como propagandistas y apologistas del totalitarismo de izquierda en occidente, con el mismo fervor mendaz con el que sus herederos defienden hoy a Maduro, Assad, Putin y compañía.

En el caso de México, por desgracia la izquierda moderna, liberal y democrática siempre ha vivido marginada por una izquierda primitiva y reaccionaria que ha aprendido a practicar el juego del clientelismo tan bien como su primo distante el PRI. Y aunque su actual caudillo es un viejo necio, autoritario y conservador que está más cerca del nacionalismo populista del PRI de los años setenta que de la alt-left, su círculo más cercano está plagado de personajes siniestros e impresentables: Apologistas irredentos de la pesadilla chavista, payasos conspiranoicos que aparecen frecuentemente en la señal de las cloacas propagandísticas rusas y rufianes que no pueden ocultar su vena autoritaria y antidemocrática. Así pues, en 2018, el martirizado electorado mexicano tendrá que elegir entre un vejete antediluviano y mojigato (rodeado de una peligrosa pandilla de fenómenos  egresados del circo de la alt-left), y la pandilla de ladrones ignorantes e incompetentes que han mantenido al país en la miseria y el atraso durante décadas. Un dilema tan arduo y amargo que no se lo desearía ni a mi peor enemigo…