Por Bvlxp:

Alfaguara acaba de recopilar en El edén oscuro una serie de textos sobre Acapulco, ese paraíso infernal. Compilado por Fabrizio Mejía Madrid (y con un espléndido ensayo suyo), el libro reúne lo que de Acapulco recuerdan y saben Daniela Tarazona, Guillermo Fadanelli, Julián Herbert, Juan Villoro, Antonio Ortuño, Carmen Boullosa. Vamos, hasta Paco Ignacio Taibo II es agradable escribiendo de Acapulco, al recordar el sitio de Morelos.

A menos de que seas José Agustín, de Acapulco se habla mejor en ensayo o en relato que en novela o cuento. Casi ninguna ficción puede capturar la esencia acapulqueña porque Acapulco es necesario hacerlo desde uno sin interpósitas personas.

Es completamente natural que los relatos de El edén oscuro remitan casi todos a la infancia. Todos tuvimos nuestro primer encuentro con el puerto cuando niños, una relación que se fue complicando conforme crecimos. De niño mucho de lo que ya queda poco: la playa, el Parque Papagayo, el Cici, La Quebrada, los tamarindos; de adolescente, el despertar y el amor de verano, las albercas con el sol a plomo y las canciones de Luis Miguel; de adulto precoz: la desmesura, el sexo, los días interminables; de adulto: los hijos, revisitar los viejos lugares felices que aún sobreviven, enseñarle a los niños las reliquias del Edén y angustiarse por su imparable envilecimiento; de viejo: el sol lamiendo perezosamente el mar, la canícula, las siestas, el bien dormir, la lentitud perezosa.

Leer El edén oscuro me llevó a Se está haciendo tarde, que me llevó a Dos horas de sol, en los que José Agustín retrata el Acapulco que se estrenaba en el desenfreno que empezó en los cincuenta y ya nunca paró. El edén oscuro también me llevó a Acapulco, de Ricardo Garibay, una obra inclasificable que lo abarca de forma total, poblada de todos los personajes y todas las épocas que han confeccionado la joya de la miseria que es el Estado de Guerrero.

Ahí me llevaron los libros pero todo siempre termina llevándome a Acapulco: a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos, a mis amores, a mi hijo. Siempre estoy volviendo a Acapulco y quisiera nunca dejar de hacerlo. Quisiera descansar por fin un día ahí y quedarme para siempre en su mar. En Acapulco he sido de todo, todas mis versiones están ahí para siempre entre sus granos de arena. En Acapulco he sido inmortal y profundamente miserable.

Todo visitante de Acapulco es un sobreviviente. Acapulco es el lugar de la desmesura. En Acapulco te mata el crimen y la violencia lo mismo que el sexo, el amor, los huracanes o los recuerdos. Nadie sale indiferente cuando ha visitado el edén. ¿Qué será de las infancias que ya no se formaron en Acapulco, en su autenticidad, en su magia, en sus changarros y sólo conocieron y conocerán la frivolidad sin alma de Cancún, por ejemplo? ¿Quiénes serán entonces los románticos de mañana? Necesito que sigan existiendo siempre amantes que van a ver caer el sol con una margarita en Hotel Papagayo, que les llueva encima y que consideren matarse juntos brincando al acantilado desde la casa del Tarzán Weissmüller en ese instante perfecto del amor.