Por Óscar Gastélum:

“Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, todo lo que sé acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol.”

—Albert Camus

El pasado domingo terminó el primero de los mundiales de futbol que Joseph Blatter, esa alimaña corrupta y codiciosa, puso en manos de un par de autocracias impresentables. Ya tendremos cuatro años y medio para hablar de Catar, pero por lo pronto, el tirano ruso Vladimir Putin, patrocinador y líder moral de la revuelta populista y fascistoide que tiene al mundo moderno al borde del abismo, cumplió su  capricho mundialista y gracias a un evento impecablemente organizado y a una selección rusa que llegó mucho más lejos de lo que se esperaba (las sospechas de dopaje recayeron inmediatamente sobre un país famoso por sus trampas deportivas) logró dar un certero golpe de relaciones públicas tanto a nivel internacional como a nivel local. Pues durante un glorioso mes futbolístico, la comunidad internacional olvidó que Rusia es el peor enemigo de la democracia, la libertad y la estabilidad global, al tiempo que los empobrecidos descendientes de Dostoyevski, Mandelstam y Shostakovich, suspendieron temporalmente el hartazgo provocado por la corrupción obscena y sistémica del régimen que los sojuzga, y condimentaron con porras y gritos de gol su alicaído nivel de vida.

Una semana antes de la inauguración del torneo, el periodista británico Nick Cohen publicó un texto en The Observer en el que advirtió que Rusia 2018 era nuestro Berlín 1936, trazando un inquietante paralelismo entre los Juegos Olímpicos de Hitler y el Mundial de Putin. Nuevamente el deporte le lavaría la cara y le serviría como escaparate a un régimen criminal. Cohen tuvo mucha razón, pero afortunadamente la semejanza entre ambos eventos fue más allá del éxito propagandístico pasajero que lograron ambos dictadores. Pues hay un par de circunstancias que es muy importante recordar para no perder la perspectiva ni la esperanza: La primera es que menos de una década después de Berlín 1936 el régimen nazi yacía en ruinas y completamente derrotado. Y la segunda es el incuestionable hecho de que ochenta años después, lo único que el mundo recuerda de aquella justa deportiva es el virtuosismo atlético de Jesse Owens, quien con sus proezas en la pista humilló al Führer a domicilio y destrozó el mito de la raza superior.

Afortunadamente el Mundial putinista contó con su propio Jesse Owens. Me refiero desde luego a la deslumbrante selección francesa, que arrasó con el torneo dejando la impresión de que jugó todos sus partidos a medio gas. Pues contemplar al equipo de Deschamps fue como ver a un Bugatti Chiron ganando tranquilamente varias carreras sin tener que usar todos sus caballos de fuerza. Pero más allá de su apabullante e insuperable talento, la selección francesa es también un prodigioso modelo de diversidad e integración, un prototipo de lo que la Europa moderna puede y debe aspirar a ser, y la antítesis de lo que Putin y su régimen representan. Porque desde hace años el principal objetivo geopolítico del tirano ruso ha sido debilitar a Occidente mediante la destrucción de la Unión Europea, y por eso ha patrocinado a partidos xenófobos, racistas, chovinistas y fascistoides a través del continente, y ha sembrado odio y desconfianza, mediante sus cloacas propagandísticas, en contra de los migrantes y de los refugiados, transformándolos en el temido y aborrecido “Otro” que el virus fascista necesita para prosperar.

Vladimir Putin es el héroe de la ultraderecha global y de los supremacistas blancos porque según ellos es el último guardián que protege a “Occidente” de la contaminación racial y cultural que promueven los malignos “globalistas”. Pues para esta gentuza ignorante Occidente no es sinónimo de libertad, diversidad, democracia, imperio de la ley, humanismo, derechos humanos, separación entre la iglesia y el Estado, protección de minorías, cosmopolitismo, o de la preeminencia de la razón y la ciencia sobre los prejuicios y la superstición. No, para los fans de Vlad el Terrible, “Occidente” significa raza blanca, cristianismo y poco más. Por eso fue tan placentero ver a la Europa ilustrada, tolerante, universalista y cosmopolita, representada por Francia y su maravilloso equipo multicolor, coronándose con tanta facilidad en Moscú, el corazón de las tinieblas de la reacción internacional. Y de paso, ese triunfo también debería servir para callarle la boca a la ultraizquierda relativista postmoderna (esa secta que es tan racista, reaccionaria, antiliberal y proputin, como la ultraderecha). NO, la francesa no es una selección “africana”, como repitieron una y mil veces durante el Mundial, es un equipo de ciudadanos nacidos o formados desde la más tierna infancia en Francia y que representan orgullosamente no sólo a su patria sino los mejores valores de su República y de Europa.

Es un hecho innegable que a mediados de esta década Vladimir Putin le declaró la guerra al mundo libre, y que de la resolución de este conflicto, que se prolongará por lo menos otros diez años, depende el futuro de nuestra civilización. También es cierto que en unos cuantos años, el tirano ruso ha obtenido victorias muy importantes: el fortalecimiento de movimientos reaccionarios y antiliberales a través de Europa y el mundo, la agudización de la crisis de refugiados sirios, la anexión impune de Crimea, el divorcio de Reino Unido y la Unión Europea, la instalación de gobiernos fascistoides en Hungría, Polonia y Austria, el triunfo de una siniestra pandilla de payasos populistas en Italia, y la joya de la corona: el ascenso del energúmeno naranja a la presidencia de EEUU. Pero hubo una batalla importantísima que el sátrapa ruso no pudo ganar a pesar de los recursos propagandísticos y económicos que invirtió. Me refiero desde luego a la elección francesa. Y la principal razón de esa derrota es que su candidata Marine Le Pen, princesa heredera del rancio fascismo del Frente Nacional, se topó con un enemigo formidable llamado Emmanuel Macron, quien le dio una tunda en las urnas y ascendió al poder jurando que reformaría y revitalizaría a Francia y a Europa.

Macron es la antítesis de Putin: un líder democrático, moderno, culto, cosmopolita, liberal y comprometido con el imperfecto pero entrañable proyecto europeo. Es por eso que esa fotografía en la que aparece impecablemente extático, festejando en las narices del mismísimo Vladimir uno de los goles de su diverso y prodigioso equipo, resulta tan conmovedora y profundamente simbólica. Sí, el tirano ruso ha ganado algunas batallas importantes, y el Mundial que compró seguramente elevará modesta y brevemente su popularidad entre su martirizado pueblo. Pero al final del día, en uno de esos giros irónicos que tanto le gustan al destino, Putin, que quería promoverse a sí mismo, terminó financiando un carísimo y fastuoso promocional a favor de los valores que más teme y desprecia: la democracia, la tolerancia, la libertad, la diversidad, el cosmopolitismo, etc. Valores que, hoy por hoy y pésele a quien le pese, nadie encarna mejor que Francia, su líder y su invencible equipo de futbol.

Vive la France !