Tres postales desde el infierno mexicano

Por Oscar E. Gastélum:

“En Culiacán, Sinaloa, es un peligro estar vivo y hacer periodismo es caminar sobre una invisible línea marcada por los malos que están en el narcotráfico y en el gobierno, es un campo minado. Uno debe cuidarse de todo y de todos.”

 Javier Valdez Cárdenas

No importa cuánto nos esforcemos (en legítima defensa) por abstraernos del infierno que nos rodea. De nada sirve que levantemos muros físicos y virtuales para tratar de resguardarnos y de tener el menor contacto posible con la cruda realidad nacional. O que nos refugiemos en nuestros escasos seres queridos y, si somos afortunados, nuestras múltiples pasiones. Sí, a final de cuentas, para un mexicano todos esos esfuerzos terminarán siendo inútiles, pues México, con su hedor insoportable a sangre, miseria y corrupción, siempre acabará colándose entre las grietas de nuestras murallas e imponiéndonos su turbadora presencia, haciéndonos testigos involuntarios de su repelente inmundicia. Y eso en el mejor de los casos, pues nunca debemos de olvidar que habitamos un país en el que todos estamos expuestos a abandonar en cualquier momento la “privilegiada” condición de testigos asqueados, para convertirnos súbitamente en víctimas-protagonistas de la injusticia, la imbecilidad criminal y la vileza sin límites.

Entre el martes 10 y el lunes 15 de mayo del presente (como dicen los burócratas) los mexicanos fuimos testigos de tres eventos dantescos que volvieron a exhibir el alto grado de descomposición social en el que se encuentra esta gigantesca fosa común a la que llamamos patria. Precisamente ese martes 10, al abrir Twitter, lo primero con lo que me topé fue con el hoy tristemente célebre video en el que quedó registrado un enfrentamiento entre el ejército y una banda de “huichacoleros” (confieso que hasta hace unas cuantas semanas no tenía idea de que esa surreal palabreja existía y mucho menos de lo que significaba). En dicho video se puede observar el momento en el que un criminal asesina por la espalda a un heroico soldado, pero también se ve claramente cómo uno de los militares, ante la indiferencia de sus compañeros (quienes actúan con tal naturalidad que pareciera que están perfectamente acostumbrados a atestiguar ese tipo de prácticas), ejecuta con un tiro de gracia en la cabeza a un civil sometido e inerme. Unos minutos después, el video nos muestra cómo la indiferencia se transforma en complicidad cuando varios militares proceden solidariamente a encubrir el crimen de su camarada removiendo las cámaras de vigilancia que lo captaron, creyendo que con ello garantizarían su impunidad.

Pero desde mi humilde punto de vista, lo más nauseabundo y terrorífico de este macabro video no fue el hecho de que nos mostrara a miembros del ejército actuando de manera tan abyecta, rebajándose al nivel de los criminales a los que combaten y arrastrando por el fango el prestigio de esa venerable institución, que será fundamental para el futuro del Estado mexicano. No, lo peor fue leer y escuchar a cientos de mexicanos que se volcaron en las redes sociales y desde sus espacios en algunos pasquines y medios oficialistas, tratando de justificar lo sucedido a base de mentiras, sofismos y piruetas retóricas tan estúpidas como profundamente inmorales. Sí, es francamente aterrador recordar que uno vive rodeado de gente que jamás ha oído hablar del Estado de derecho o que desprecia ese concepto pues lo considera una abstracción tan estorbosa y pusilánime como los “derechos humanos”. Hubo cretinos morales, y no fueron pocos, que incluso se atrevieron a celebrar el crimen cometido por el soldado y a afirmar que las ejecuciones sumarias son el camino correcto para restablecer el “orden”. Esa mentalidad resulta escalofriante pues si suficientes votantes llegaran a coincidir con semejante despropósito, podríamos estar seguros de que México no dejará atrás su atraso y salvajismo en el futuro cercano, y de que quizá ni siquiera nuestros nietos lo verán transformado en una nación digna, moderna y civilizada.

Las otras dos atrocidades que ensombrecieron, aun más, el panorama nacional en esta semana infausta fueron los cobardes asesinatos de la señora Miriam Elizabeth Rodríguez Martínez y del periodista Javier Valdez Cárdenas. Debo confesar que la rabia, la tristeza y el asco que me produjeron estos crímenes abominables conviven en mi interior con una agobiante perplejidad. Y es que no puedo creer y mucho menos entender que existan alimañas desalmadas capaces de ejecutar a un periodista honorable y valiente (dos cualidades de las que esta gentuza no posee ni una molécula en el cuerpo), o a una mujer indefensa a la que ya le habían arrebatado a una hija, y justo en el día de las madres. Solamente un saco de estiércol, un pozo insondable de vileza y cobardía podría caer tan bajo. Y es que tanto la señora Miriam como Javier cometieron un pecado imperdonable, se atrevieron a hacerle frente a estos poderosísimos miserables y a sus socios y cómplices en el gobierno, armados solamente de coraje y dignidad. Pero además pareciera que estos monstruos se sienten humillados ante la luminosa personalidad de gente del calibre moral de sus víctimas, no pueden tolerar su existencia pues los confronta con su ignominiosa y retorcida naturaleza.

En todos los rincones del mundo existen seres despreciables y malignos, ninguna nación tiene el monopolio de la psicopatía. Pero sólo en un país bárbaro y sin ley como México esa gentuza puede lucrar con su vesania, formar jaurías y explorar a fondo e impunemente su crueldad inhumana. Cada vez que veo una foto de la señora Miriam, esa madre herida y heroica que se enfrentó al imperio de la maldad y la impunidad y puso en evidencia la indolencia criminal de nuestras “autoridades” (encontrando por su cuenta no sólo el cadáver de su hija desaparecida sino también a sus asesinos), siento un nudo en la garganta y una vergüenza irreprimible. Y es que su caso, como ningún otro, me recuerda constantemente que vivo en un país en el que la gente decente es exterminada sin piedad todos los días y en el que los cerdos corruptos y los chacales sanguinarios prosperan y se mueven en la inmundicia como peces en el agua. Los asesinos de doña Miriam, Javier, y tantos otros periodistas y héroes anónimos, no sólo son seres infrahumanos sino que pertenecen a la forma de vida más baja que existe. Pero si queremos llegar a habitar un país en el que la gente decente triunfe y progrese, no podemos enfrentarlos con ejecuciones extrajudiciales sino construyendo un verdadero Estado de derecho.

Ojalá que la muerte de estos compatriotas ejemplares no sea en vano y que la indignación y el asco nos sirvan como combustible para derrocar a los parásitos que nos gobiernan, pues ese es el indispensable primer paso que debemos dar si realmente queremos dejar de ser inquilinos del infierno…