Abril no es el mes más cruel

Por Oscar E. Gastélum

“From you have I been absent in the spring,
When proud pied April, dressed in all his trim,
Hath put a spirit of youth in every thing,”
– William Shakespeare

Oh, to be in England now that April’s there.”
– Robert Browning

Abril es el mes más cruel, proclamó célebremente T. S. Eliot en el primer verso de “The Wasteland”, esa hermética y estilizada catedral de la poesía inglesa y universal. Es importante recordar que el gran poeta y crítico literario, norteamericano por nacimiento pero británico por elección, acababa de sufrir un colapso nervioso y se encontraba sumido en una crisis emocional profundísima cuando redactó esas inmortales palabras. El colorido y frondoso espectáculo primaveral chocaba de frente con su gélido invierno interior y el shock le resultaba insoportablemente doloroso.

Sí, las estadísticas demuestran que una mente frágil es más vulnerable en la primavera pues es cuando las cifras de suicidios se disparan dramáticamente. Pero ese lacerante contraste entre una vitalidad todopoderosa, deslumbrante, indiferente y ubicua, y una psique entumecida por el dolor y embriagada de impulsos suicidas, no basta para explicar esa animadversión en contra del pobre mes de abril expresada por Eliot, un poeta cerebral y poco propenso al sentimentalismo para el que las ideas eran muchísimo más importantes que cualquier pesar personal.

Es por eso que intuyo que detrás de su reproche en contra de este mes maravilloso está el acendrado catolicismo que siempre profesó pública y militantemente el poeta. Y es que el cristianismo en casi todas sus manifestaciones se caracteriza por un furibundo rechazo por este mundo y esta vida, la única que conocemos, en favor de un más allá ilusorio y permanente. Abril, desde ese punto de vista, es cruel porque su sensual y colorida vitalidad es fugaz y por lo tanto ilusoria. Un espejismo de concupiscencia. Una trampa satánica que expone nuestros sentidos al pecado.

El cristianismo, obsesionado por su idea lineal del tiempo (caída, expiación y redención), es incapaz de comprender el ritmo cíclico de la naturaleza. Este valle de lágrimas, con sus efímeras y libidinosas estaciones, no es más que una escala, un período de prueba en nuestro camino a la vida eterna, la verdadera, donde todo perdura y por lo tanto es real. Por eso abril, con sus engañosas tentaciones, es tan cruel, pues puede significar la perdición de espíritus incautos y hasta de los más curtidos, gracias a las bajas pasiones que este mundo despreciable es capaz de provocar.

Detrás de ese desprecio por la fugacidad de la existencia está un miedo incontrolable ante la muerte. Por eso la postulación de una vida eterna siempre me ha parecido una evasión deshonesta, cobarde y pueril. El creyente cristiano promedio es incapaz de enfrentar con serenidad y honor su destino ineludible y ver a la muerte, la propia y la de sus seres más queridos, a los ojos, a pesar de que al hacerlo podría apreciar y disfrutar más de su paso transitorio por este mundo.

La gente religiosa, sobre todo la que practica un culto monoteísta, suele pensar que los ateos somos gente superficial y sin aprecio por lo sagrado, pero ese prejuicio no es más que un desplante de inseguridad y arrogancia, pues no hace falta creer en un dios creador, un más allá u otras supersticiones similares, para apreciar el milagro de la existencia. Las maravillas de esta vida bastan y sobran para tener contacto constante con lo sublime y la creación o contemplación extática de la belleza en todas sus manifestaciones (artísticas, filosóficas, científicas, etc.) es la mejor vía para colmar ese apetito de trascendencia que a todos nos desasosiega.

Por eso me conmueve tanto el sintoísmo, la religión nacional japonesa que carece de un dios creador, un más allá o una metafísica, lo que la convierte en una lúcida filosofía de vida y un auténtico compendio de sabiduría cuya influencia trasciende los templos y los ritos estrictamente religiosos. El concepto conocido como “mono no aware”, la sensibilidad ante lo efímero de la existencia, permea el gran arte japonés, de la arquitectura a la pintura pasando por la literatura y muy especialmente la poesía. Y su expresión más conocida es el hanami, esa hermosa costumbre de contemplar, en soledad o en compañía de los seres queridos, el fugaz y deslumbrante espectáculo de los cerezos en flor.

A través del hanami, el pueblo japonés recuerda que la vida es conmovedoramente corta, y sus mejores expresiones efímeras. La juventud, la belleza, la felicidad y la embriaguez amorosa duran tan poco como los cerezos en flor o los encantos de abril, pero eso es precisamente lo que los vuelve invaluables. Pues si aspiramos a que cada instante de nuestra vida sea sagrado, es indispensable aceptar, como los japoneses de todas las edades que lloran conmovidos frente a esos árboles majestuosos, su final inminente e inevitable. Pero desgraciadamente no hay nada más alejado de las enseñanzas de los tres grandes monoteísmos, con sus manuales puritanos que inculcan el odio a la diferencia y el desprecio por el mundo y ofrecen consuelo a través del autoengaño y la superstición.

Yo, por lo pronto, me declaro admirador incondicional del mes de abril y nunca me cansaré de disfrutar y agradecer sus generosos regalos: Los cerezos, que pude contemplar en toda su efímera gloria en Washington D.C. y algún día veré en Japón; las jacarandas y los tabachines; los vestidos diminutos y floreados que usa mi novia en esta temporada, como toda mujer hermosa capaz de resignarse dignamente a su belleza; la libido desbordada que nos rodea e intoxica; las tardes que se prolongan hasta ya entrada la noche gracias al bendito “horario de verano”; el regreso del beisbol, ese hermoso reino del vértigo y la inminencia; y hasta el de Game Thrones, un universo sanguinario y mágico que tan bien refleja y exorciza nuestros demonios internos.

Pero también habría que agradecerle a abril, ¿por qué no?, por ese verso inmortal que nos legó nuestro gran abuelo T.S., aunque nos sintamos obligados a contradecirlo y a debatir con su gloriosa sombra…