Una reivindicación del sionismo

Por Oscar E. Gastélum

Israel was not created in order to disappear – Israel will endure and flourish. It is the child of hope and the home of the brave. It can neither be broken by adversity nor demoralized by success. It carries the shield of democracy and it honors the sword of freedom.

John F. Kennedy 

En las filas del movimiento anti Israel se ha puesto de moda repetir el siguiente mantra en tono defensivo a la menor provocación: “no soy antisemita, soy antisionista”. En primer lugar, la retórica venenosa empleada por buena parte de los enemigos de Israel no deja lugar a dudas de que su “antisionismo” no es más que una mal enmascarada expresión antisemita. Porque una cosa es censurar políticas específicas del Estado de Israel, detestar a Netanyahu, estar en contra de la ocupación de la ribera occidental o criticar la imbecilidad fanática y destructiva de los colonos que se empeñan en construir asentamientos ilegales; y otra muy diferente es acusar a Israel de “genocidio”, caricaturizar  a su ejército (formado en su mayoría por jovencitos comunes y corrientes que deben dar dos años de su vida, y a veces su vida, así, a secas, para defender a su país) como una despiadada pandilla de infanticidas sanguinarios (calumnia que guarda una escalofriante similitud con los macabros libelos medievales que acusaban a los judíos de sacrificar niños cristianos y usar su sangre en la preparación del matzoh) o, en el paroxismo del cretinismo ético e intelectual, comparar a Israel con la Alemania nazi.

Semejantes exabruptos de ignorancia supina y odio rabioso, disfrazados de amor por Palestina, no merecen ser legitimados con una respuesta. Pero el “antisionismo” confeso del movimiento propalestino occidental es tremendamente preocupante pues lleva en su seno implicaciones muy serias para el proceso de paz en Medio Oriente.

Pero, para empezar, valdría la pena aclarar qué es exactamente el sionismo. Pues de un tiempo para acá el término se ha satanizado tanto, que se ha transformado en el peor de los insultos y resulta casi imposible tener una discusión racional y mesurada al respecto.

El sionismo, tal y como lo conocemos hoy en día, es un movimiento político nacido a finales del siglo XIX que aspiraba a fundar una patria propia para el pueblo judío en la Tierra de Israel y abogaba a favor de su derecho a la autodeterminación. La justificación moral detrás de esa complicada misión era, y es, el violento y milenario antisemitismo de origen religioso (promovido tanto por la iglesia católica como por las protestantes y la ortodoxa y abundante en los textos sagrados del islam) padecido por el pueblo judío de la Diáspora. Un odio irracional que se tradujo en siglos de persecución, discriminación, expulsiones y masacres.

Uno de los grandes ideólogos sionistas, Theodor Herzl, se convenció de que el camino de la asimilación en Europa era imposible y la construcción de una patria propia una misión urgente cuando, como corresponsal de un periódico austriaco, atestiguó personalmente la humillación pública a la que fue sometido el Capitán Dreyfus, un oficial judío del ejército francés que fue usado como chivo expiatorio en un escándalo de espionaje y alta traición. Si la civilizada y progresista Francia puede cometer un atropello tan escandaloso en contra de un hombre honorable por el solo hecho de ser judío, pensó Herzl, Europa jamás será un hogar seguro para mi pueblo. Unas décadas después, dos tercios de los judíos europeos serían exterminados por los nazis y sus colaboradores. Un crimen inclasificable que superó las predicciones más aterradoras y pesimistas de los pensadores sionistas.

Por otro lado, valdría  la pena recordar que el sionismo nació como un movimiento secular y socialista. Los primeros pioneros que arribaron a lo que hoy es Israel y en aquel entonces era una provincia del Imperio Otomano, compraron vastas extensiones de tierra, apegados a la más estricta legalidad, y fundaron los primeros kibutz, comunas agrícolas en las que la propiedad era colectiva y cuyos heroicos habitantes transformaron inmensas zonas desérticas y pantanosas en terrenos milagrosamente fértiles. El descomunal éxito social y económico de los kibutz es uno de los puntos más altos que ha alcanzado el sionismo y un capítulo tremendamente valioso y conmovedor en la historia de la humanidad.

Por eso es tan preocupante que tantos jóvenes generosos e ingenuos se declaren orgullosamente “antisionistas” sin tener idea de lo que ello conlleva. Pues si Israel es la materialización, imperfecta pero triunfal, de los ideales del sionismo, entonces ser “antisionista” necesariamente implica estar en contra de la existencia misma de Israel.

Por eso, en el fondo, el antisionismo es solo otra variante del más persistente, tóxico y añejo antisemitismo, pues su objetivo tácito es la  destrucción de la única patria de más de seis millones de judíos, un objetivo digno del emperador Tito, los “reyes católicos”, los zares rusos, Himmler o Eichmann.

Pero, por fortuna, para estar a favor de la paz en Medio Oriente o para criticar los errores y excesos de Israel no es necesario afiliarse a una ideología que propone la aniquilación total de una de las partes en conflicto.

Porque, además, su misión está condenada al más rotundo de los fracasos. Pues, a pesar de los pesares, Israel es una realidad demasiado sólida. Una vibrante y compleja democracia, perpetuamente hostigada por sus enemigos y en conflicto consigo misma, pero próspera y desbordante de vitalidad, creatividad y talento.