Contra las patrias

Por Oscar E. Gastélum:

Cada nación se burla de las otras y todas tienen razón.

Schopenhauer

Cuando, en medio de una epidemia de nacionalismos rabiosos que desembocaron en ese mar de sangre que fueron las dos guerras mundiales, el gran novelista británico E.M. Forster se atrevió a declarar que: “Si tuviera que elegir entre traicionar a mi país y traicionar a un amigo, espero tener el coraje para traicionar a mi país”, resumió en una lapidaria frase la actitud que los ciudadanos de principios del siglo XXI deberíamos tener respecto a las patrias. El afecto, o simplemente el respeto por seres humanos concretos a los que nos une la afinidad, la sangre o simple y llanamente nuestra común humanidad, debería preceder siempre a la equívoca devoción por las abstracciones nacionales, esas farsas construidas a base de mitos ancestrales, mentiras oficiales, crímenes inconfesables, sentimentalismo barato, victimismo y delirio de grandeza.

El patriotismo es una obligación impuesta por el destino y sus mastines, un impulso ciego e irreflexivo. Pero nadie debería sentirse obligado a amar a un país al que sólo le une el azar. Porque el amor es una fatalidad que se transforma en libre elección, la cúspide de la libertad humana. Desde siempre, mucho antes de pisar sus blancas costas, conocer su historia o quedar hechizado con su literatura, mi temperamento me hacía proclive a enamorarme de Inglaterra; de igual forma, años antes de que ella siquiera naciera, mi corazón ya estaba predispuesto a amar a una bellísima mujer llamada Pamela. Pero esa fatalidad solo cobró sentido en el instante en que decidí libremente emigrar y vivir varios años en la primera y formar una relación sólida y de insólita intensidad con la segunda.

Por eso el patriotismo es la variedad más repugnante, por desabrida e indolente, del incesto. Un chantaje barato diseñado para mantener a las masas eternamente infantilizadas en las tibias entrañas de la casa paterna y para injuriar y desacreditar a quien decide emigrar y buscar el amor en otro lado. Pero, como dijo ese gran maestro del cosmopolitismo apátrida que es George Steiner: “Los árboles tienen raíces; los hombres y las mujeres, piernas. Y con ellas cruzan la barrera de la estulticia delimitada con alambradas, que son las fronteras”.

Obviamente uno puede terminar enamorado del paisaje de la infancia y de la gente que lo puebla, a pesar de la injusticia, la corrupción y la fealdad que lo corroen. En ese caso, afortunadamente hay una alternativa a la noble emigración: La construcción tenaz y creativa de una patria digna de ser amada, aunque la mayoría de las veces eso sea más difícil de lo que suena. Muchísima gente ha desperdiciado tristemente su vida tratando de mejorar el país en el que le tocó nacer sin lograr cambiarlo un ápice gracias a la estólida obstinación de sus paisanos o a la invencible inercia histórica que lo lastra.

En el caso de México, por ejemplo, no existen enemigos más dañinos para una transformación profunda que los ingenuos u oficiosos porristas del desastre y su optimismo hueco, insufrible e injustificado, auténticas encarnaciones patrioteras de un manual de autoayuda barato.

Porque para amar a México realmente es indispensable empezar por detestarlo y denunciar el fracaso injustificable en que está sumido desde hace décadas. Pero aparentemente  la inmensa mayoría de los mexicanos no podría estar más en desacuerdo conmigo. En el índice de bienestar elaborado por la OCDE , nuestro país ocupa los últimos lugares en los renglones más importantes para una vida digna: educación, ingreso, seguridad, salud, etc. Pero está misteriosamente bien ubicado en otro: Satisfacción. ¿Cómo puede vivir satisfecha la población de un país sucio, inseguro, sin educación ni acceso a la salud y donde se pagan sueldos de hambre? Es obvio que la inmensa mayoría de la gente que respondió a esa encuesta vive haciendo exactamente lo contrario de lo pregonado por Forster, pues con su pasividad conformista traiciona diariamente a sus seres queridos y a sus compatriotas anónimos y es capaz de mentir con tal de no ofender a esa abstracción fracasada e indigna de semejante celo llamada México.

Siempre he dicho que mi patria está donde esté mi novia, mis perros y mis libros. Además, no soy devoto de la Virgencita de Guadalupe, hace un par de años renuncié indefinidamente a mi afición por la “selección nacional” y creo que lo de Robben sí fue penal. Amo los tacos y el resto de la gastronomía mexicana pero he pasado largos periodos en el extranjero sin extrañarla o siquiera pensar en ella. Me salen ronchas cuando escucho el profanado “cielito lindo”, el manoseado Huapango de Moncayo o el horroroso himno nacional.  Y sin embargo, quisiera ver a México transformado en una exitosa y próspera democracia habitada por ciudadanos verdaderamente libres. Porque, a pesar de los pesares, amo a este país y la prueba irrefutable de mi amor es el odio irreprimible que siento por él…